sábado, 25 de febrero de 2017

Agua en los ojos.

Me siento agua, líquida y frágil,
que no da vida ni calma la sed.
Agua transparente, insípida,
que no sabe colarse entre tus creencias.
Agua que no limpia, ni purifica.
Sucia.
Que arrastra piedras.
Y no guarda en su seno ningún ser vivo,
ni da cobijo,
a la que nunca han llamado hogar.

Agua inerte.
Por la que a veces corre sangre
de alguien que viene a limpiarse las heridas.
Agua sin sal, que no cura ni cicatriza.
Agua que marchita
y que extiende la muerte.
A la que no dedican poemas ni glorifican.

Agua sin templo.
Sin alimento.
Agua vacía a la que nadie reza ni desea.
Agua que nadie anhela.
Sin bocas que calmar,
sin órganos vitales que avivar.
Agua estancada que encharca.
Y mata.
Agua que ahoga.

Agua que hunde barcos.
Y asfixia pulmones.
Insuficiente.
Tóxica.
Agua que no calma lagrimas
ni ayuda a sanar.
Agua que no cura la enfermedad.
Ni borra historias ni hace crecer las flores.
Agua de color marrón.

Agua a la que nadie canta.
Sobre la que nadie escribe.
Agua sin Dios ni fe.
Que no sabe minimizar daños
y que protagoniza catástrofes.
Agua que arrasa y destroza.
Que aniquila.
Agua que se desliza como una serpiente hambrienta.

Agua que no avisa cuando cae.
Que nunca deja paso al sol.
Agua que apaga la luz.
Agua que no ayuda a cultivar.
Que no ama la vida
ni mantiene sano al corazón.
Agua que no sirve para el perfume
y no se lleva la suciedad.
Agua que no limpia cuerpos.
Ni embellece el paisaje.

Y sin embargo,
agua que serviste en tu vaso
y a la que diste abrigo dentro de ti.
Que te corre por las venas
y a la que haces creer que da vida
aunque no brote de ti la rama.
Agua que acunas y proteges.
Agua a la que susurras
con la calidez de un padre,
que corra y corra
hasta que todo lo impregne.
Agua que sueñas.
Agua que calma tu apetito.

Agua que te mata mientras te sientes vivo.
Y escribes.
Y bailas.
Y besas.
Muerte que disfrazada de vida, te hace de trampa.
Mentira por la que te dejas acunar.
Nana que mece la cuna con un brazo sin carne.

Porque dime,
¿a caso no da la muerte, vida? 
¿A caso la vida no te conduce a la muerte?
Mueres porque estás vivo
y estas vivo con la certeza absoluta de que morirás.

Nadie escribe al agua limpia, querida.
Nadie ha conocido la poesía librándose de la enfermedad.

Agua que me haces llorar
y me despiertas el corazón.
Agua, tú.

Tú,
que te fuiste mientras te sentía
en el epicentro de mi sistema cardiovascular.

Y mientras vivas
seré lo que más recuerdes, 
agua clara. 
Y cuando mueras 
no seré lo primero que olvides, 
agua turbia. 




(Ilustración de María Casas. Facebook: Emecocos Art / Instagram: Emecocos.)
-La chica con magia en las manos-.

martes, 21 de febrero de 2017

Las dos partes de una misma historia.

He perdido la cuenta de las noches que he pasado pariéndote en otras versiones, pero siempre entre las mismas piernas.
Las mías.
Llorando a borbotones todo aquello que no te escribo. No quisiera que supieras que por aquí se coleccionan miedos, que acuno la idea de que vuelvas y alimento desde mi propio pecho, con mi propia lactancia, los recuerdos inmortalizados en mi mente, que se vuelve turbia y destila cinismo.
Toda mi habitación es un escenario macabro lleno de vidrios que me cortan siempre sobre las mismas heridas. Y para curarlas no hay más que algo de Vodka barato que cada día hace menos efecto.
Hay sombras que discuten en nuestra esquina, y otras que se despedazan los cuerpos sin vida sobre nuestra cama. Y yo extrañamente me siento en casa.
Mientras trato de cortar la hemorragia.
Que es el dolor, sino la plena consciencia de querer revivir una y otra vez aquello que nos obligó a volvernos a parir. A rehacernos con torpeza.
Esculpiéndonos con nuestras propias manos hasta darle forma a un amasijo de ramas secas por las que ya no brota la vida. Porque vivir no es otra cosa que sentirse el corazón.
Y dentro de este pecho ya no hay un solo sonido que me ayude a coger el sueño por las noches. Así que no duermo, pero  ingratamente respiro.
Y vendrán otros comienzos con sus sermones mientras yo solo escucho mentiras. Que va a decirme una piel que no tiene cicatrices. Unas manos suaves, un pecho sin espinas.
Bécquer decía que poesía eres tú. Y no hablaba del después de ti. Eres tú. Y si tú te vas, te llevas el poema.
Me siento mecida y tranquilamente triste por brazos sin carne llenos de huesos sobre los que se posan luciérnagas. Y titilan con fuerza, como las luces de las salas de espera. Y me veo a mi misma, sentada en un hospital, esperando a que alguien me diga que estoy viva.
Y ruedan camillas, y pasan señores. Y nadie me ve, ni me escucha. Y yo ya no tengo ganas de gritar.
Aguanto la respiración y siento como se me adormecen los órganos vitales, con la paz que se siente después de haber tenido a todas tus calles en guerra. No se que hacer sin ti, así que no voy a hacer nada, he guardado todos los relojes y he cerrado todas las ventanas; voy a estar aquí, encarcelada eternamente en el día que dejamos de ser.
Y cada veintisiete puedes enviarme flores a una tumba vacía porque el cadáver sigue deambulando por los recovecos de tu galería de arte.
Era la chica más rubia y más llorona. La piel con más heridas. La mente más problemática. La inconformista que se conformó contigo.
En esta orilla en la que me has abandonado ya no llegan las olas ni veo el mar. Estoy tendida al sol con un frío horrible mientras noto como me hundo en las profundidades de pensamientos que ya no siento como propios.
Me he vuelto una extraña y reniego de mi compañía. Me corren por las venas trozos de cristal, áspero, puntiagudo. Y me duelo con la fuerza de mil historias en las que siempre aparece una muerte. Y alguien que se queda vivo.
¿A caso no es morir, vivir en una eterna espera? Muere más quien se queda.
Todas mis articulaciones son de madera. Rígida y tosca. He perdido todo atisbo de humanidad. Y siento dentro de mi el ir y venir de un péndulo, una balanza que no se decide. Unas agujas de reloj que no marcan la hora pero señalan miedos. Un dedo erecto, que me recuerda la falta de sexo y te señala.
Y el peso de la culpabilidad. Que te he perdonado a ti, pero no me perdono yo. Y todas las mañanas intento despertarme en otro cuerpo que no reniegue del movimiento, pero siempre acabo sentada en una sala de espera donde se dan malas noticias.
Me han subido a planta, a una habitación sin orientación Sur. Y tengo frío. Y la comida es espantosa. Voy a escupírsela a la enfermera.
Los trozos de cristal empiezan a desgarrarme la piel, y hoy es veintisiete y he recibido flores.
Y una tarjeta:
''Nadie puede ayudar al que se queda.''
 
 
(Ilustración de María Casas. Instagram: Emecocos / Facebook: Emecocos Art)
-Gracias por dejarme un trocito de tu arte.-
 

lunes, 20 de febrero de 2017

Jaulas y vuelos.

Se han apagado todas las luces sin tocar el interruptor, y estabas aquí. La oscuridad habla tan claro de ti. Y escucho las ambulancias pasar a prisa por nuestra cocina. Los platos hechos añicos sobre la encimera. La bañera llena de cuerpos sin vida de los que escapan alaridos que me recuerdan a sentirse perdida.

Huele a bosque, a profundidad.
A mar enfurecido que arrastra naufragios sentimentales. No hay isla sobre la que descansar.
Las luces de Septiembre apagadas y mi cuerpo encendido, ardiendo uno a uno los huesos de mi columna vertebral.

Me coloco frente al espejo y no me conozco. Pero me siento cómoda, porque no saber quién soy conlleva no saber quién eres tú, y que ventaja nos damos a nosotros mismos pudiendo empezar de nuevo. Si lo pienso hasta vuelo. En un cielo propio que se parece a tu azotea.

Con todo París iluminado a nuestros pies.
Con Venecia sonando en tu viejo radio casete.
Y Roma atrapada en todos los intentos de supervivencia sin manual.

Me miras y nos hacemos los vivos, pero estamos muertos, de miedo o de amor, que para el caso viene a ser lo mismo. Cuanto más te beso más poesía me siento. Como el suicida que encuentra un hogar en cualquier puente que le da otra oportunidad.

Tengo una bomba entre las manos a punto de estallar cada vez que me desnudas, la sostengo con fuerza deseando que no estés aquí cuando todo vuele por los aires, aunque luego amor, te imagino ceniza y me dan ganas de deseos. Y de soplarte hasta que llegues a cualquier lugar donde te sientas a salvo. Hacerte una cuna con las viejas heridas y que el pasado te deje volar.

¿En que jaula te encerrarías si fueses un pájaro? Cuando estiras las alas puedo ver toda la Capilla Sixtina. Y me sobresalto, hay algo en el arte que nunca me deja estar tranquila.

Y de repente te escucho reír en otra boca y veo cómo otro vestido, que no huele a mi primavera, se levanta con ganas de descendencia. Y veo otros ojos que tampoco son tuyos pero allí estás, devorando un libro en cualquier cafetería. Sin café. Sin aperitivo. Alimentándote de la omnipresencia que desparramas.

Estar sin estar ha sido siempre tu mejor truco y yo, la chistera. La chica de dentro de la caja a la que cortan por la mitad. El conejo blanco. La paloma. El truco final. Y el público embravecido aplaude.

¿Dónde narices se celebra un final?
Solo en el arte.

Así que te fuiste y me pareció haber acabado, de nuevo, La Divina Comedia. La tristeza de no poder volver a leer por primera vez a Bukowski ni poder volver a enamorarme de Bécquer. No hay lugar para las segundas primeras veces.

Y cuanta magia en la imposibilidad.
En la certeza de no poder vivirlo de nuevo.

¿A caso hay algo más grande que lo pequeño? La soga que decides quitarte del cuello. Las manos qué marcas como faros en cualquier tormenta. La primera vez que me besaste y escuché todo el Mediterráneo agitado en los bajos de mi ombligo. Un barco pirata navegando dentro de mi tripa, y el tesoro frente a mí, cogiéndome de la cintura, sin notar el chaparrón. 
 
Si me acostumbré a ti, imagino que podré hacerlo a tu ausencia. Asumir tu pérdida. Contarle a las vecinas que la muerte fue rápida pero el dolor pinta negro.
La ropa.
Las paredes.
Los próximos comienzos.

Y saber que me escuchan, pero no me entienden. Y seguir agradeciéndote la exclusividad. Aunque ya no pueda decirte que anoche no conseguí dormir porque hace frío sin tu cuerpo. Que aún noto la arena en la planta de los pies de nuestra primera cita. Ya no puedo contarte que el trabajo no me llena pero me llenas tu más que cualquier trabajo. Y que te escribiría durante todo el día aunque siempre te dijera lo mismo: quédate.

No soy la mejor opción pero tengo una ventana que da a mar abierto y se ve un velero blanco que te hace olvidar un poco las guerras.

Las de dentro y las de fuera de nosotros mismos.

Que puedo ayudarte con todo aquello que no cuentas. Y que siempre me ha gustado leer poesía en voz alta para unos ojos como los tuyos. O para los tuyos, si me dejas ser exacta. Y que creo que aún sin esfuerzo, te caben los jardines de La Alhambra dentro de todas las veces que me has hecho el amor con rabia. Y que cuando te colocas el reloj y bebes cerveza, veo más cielo en tus formas que en los rezos de cualquiera.

Así que puedo acostumbrarme a tu ausencia como se acostumbra alguien a una casa sin ventanas o a unas vacaciones sin mar. Recordándote cada vez que hunda los dedos en mermelada de fresa. O que me pierda en cualquiera de las carreteras del mapa de la guantera. Y ponga tu canción preferida y abra las ventanillas en un intento de sentirme libre.

Pero te escucho, te escucho en otra boca haciéndome siempre la misma pregunta: ¿en qué jaula te encerrarías si fueses un pájaro? Y noto el viento dándome en la mano, mientras la ondeo en forma de ola. Y te miro, y me oigo recitar poesía a mí misma en la bañera de un motel de carretera.

Me aprietas el cuello. Y pegas tu nariz a mis pecas. Todo el coche huele a mermelada de fresa. Y me retumba la cabeza: ¿en que jaula?

Y claro, tus ojos, que aún oscuros guardan el mar, se me antojan arte: en cualquiera de las tuyas.

Noto el golpe de tu recuerdo por enésima vez esta semana.
Y me corrijo:

''en la poesía
siempre puedo
volver a vivirte
por primera vez.''
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