Recuerdo aquel día.
La lluvia, dentro.
De nosotros, de lo
nuestro;
y el sol fuera,
meciendo cuerpos vivos
y deseos primitivos.
Necesitabas espacio y vacío. Te lo tragaste. Buscando el
abismo entrañable caíste dentro de ti mismo pero sin ser tú. Y yo tan cerca
siempre de todo lo que no existe.
Cuando llegué a casa todo estaba roto. Los espejos, los
jarrones, los platos donde hundías tus manos huesudas. Y nadie cantaba. ‘’Algo
le pasa al pajarito cuando no canta’’, tu voz melosa en mi oído y tus pies tan
lejos de mi cocina.
Todo estaba roto y mi hogar y yo, y el pájaro de la vecina
que ya no canta, somos tus sacrificados; una guerra llena de caídos. Maldito
vendaval que lo arrasaba todo a su paso, mientras nosotros creíamos crecer.
En este edificio todos te odiamos. Las tejas, los cimientos,
las alfombras. Estamos en contra de ti, y de tus promesas de adúltero y de tus
caricias decrépitas que me han dejado la piel sin brillo, sin poros, sin pelos
de punta: como un terreno liso sobre el que no crece la vida. Ni el arte.
Ahora yo misma soy un lugar seguro.
Seguro que no pasa.
Seguro que no vuelve.
Seguro que el amor no existe.
Estoy segura de que
seguramente no salga nunca más a comprar el pan, porque la comida caliente me
recuerda a no tenerte, y a tu boca, y el pajarito así no va a volver a cantar.
No sale de la jaula y tiene la puerta de par en par,
mientras el mundo duerme sobre un planeta frío sostenido por manos desconocidas
de las que no me fío.
Niña, grita la mujer
del bazar, hay que poner el corazón para poder hablar.
Y me palpo el pecho,
desesperada.
Y tengo tan cerca de la boca el latido, que casi lo muerdo y lo
escupo.
Que será del mar sin nosotros dos.
Que será de la luz de la
ventana
de la última habitación del pasillo,
que me atravesaba las costillas
y
me dibujaba formas inexactas
y entendíamos la vida.
Que será de mi ahora,
que mi cuerpo en la sombra se esconde,
que mis manos torpes no desvisten,
que mis pies desconocen el camino
y mis
dedos no tejen refugios.
La madera cruje, las persianas chirrían, las luces titilan.
Toda la casa grita y yo solo se estar en silencio. ¿Oiré el teléfono si suena? ¿Sabré
si he muerto de miedo o me sentiré absurdamente viva?
Debajo de la ventana del dormitorio hay un animal herido que
jadea, me duermo rodeada de miseria. Ayer le dejé entrar en casa porque no
somos tan distintos. Parece como si te conociera, has dejado de darnos de
comer.
Cuanto amor falta en la soledad, en la de verdad; en la que
no compartes siquiera contigo mismo. Nadie canta cuando las cosas van mal. ¿Qué
le pasa al pajarito? Ya no sale a pasear.
Hoy me he contado las heridas, hay tres cerradas. Y aun así
no te olvido. Estás al otro lado de la cura y eres a la vez, la peor
enfermedad. Sea como fuere, gracias por los destrozos y este traqueteo que me
ha volado por los aires todos los cerrojos. Los huesos. Los ojos.
Y sin embargo, aún te me antojas dulce, dentro de una
confesión salada llena de ganas de volar que quedan en nada. Que se deshacen y
se expanden hasta cubrirlo todo de aguas torrenciales que dilatan la madera y
atrancan las puertas de todas las salidas.
Y yo, que ya he dejado de intentarlo, me he sentado con las
piernas cruzadas en frente de la jaula, y le he pedido al pajarito que por
favor, esta noche cante.
Me ha hecho caso, y las tres heridas cerradas a cal y canto,
se han abierto de un plumazo, porque mi amor, nadie canta cuando las cosas van
mal, así que he imaginado que debían de ir bien.
Y que entonces,
seguramente,
habías decidido volver.
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