Hacía tres días
que Martina no llamaba.
Tres espantosos días.
Y si cada día eran
sesenta y cinco besos,
cuatro polvos
y ciento veinte caricias...
Martina me debía
los de tres días enteros.
Recuerdo que sonó el teléfono
y era su voz.
Frágil,
como la primera flor
después de un frío horrible.
Y de repente,
silencio,
ausencia.
No recuerdo nada más,
salvo la sensación
de estar sosteniendo
sobre los hombros
todos los edificios de Madrid.
No volvió.
Como no vuelven
las oportunidades
ni el tiempo;
como no vuelve
quien se marcha del país
y se enamora de una piel morena
que habla dulce.
Martina no volvió
y yo tampoco.
Algo dentro de mí se desactivó;
y se enemistó con mi hemisferio sur.
Toda la casa olía a cerveza
y había tabaco
en todos los lavabos.
El primer cigarrillo
me desgarró la garganta.
¿Cuánto hacía que no fumaba?
Pero aguanté,
con los ojos cerrados.
Como la primera vez
que le dije que la quería.
Llevaba un vestido de flores
y olía a vainilla.
Todo París
le cabía en la sonrisa.
Nos habíamos dado la mano
por séptima vez
en la avenida Monserrat.
Me contaba cosas
sobre el trabajo
mientras yo la miraba,
embobado,
con miedo de no retener
todos los detalles.
Dos lunares
sobre la comisura
izquierda del labio,
quince pecas en la nariz
y los ojos,
quizás,
más miel que nunca.
Te quiero.
Y sus ojos se abrieron
como platos,
le cabía toda la vajilla
de la casa de mis padres.
Pero se ha ido
y no sé dónde dejó
mi camisa azul.
A la blanca le faltan
algunos botones
y me he pinchado
todos los dedos
intentando arreglarla.
Martina parecía hogar cuando cosía.
Olía a sabanas recién lavadas
y siempre daba ganas de vacaciones
en cualquier lugar del sur.
Anoche me llamó Aitor,
me dijo que me vendría bien salir
y tomar el aire.
Y recordé el vuelo
del vestido de Martina
en cualquier bocacalle
y sus rodillas huesudas
augurando lo que venía después
si el viento soplaba
un poco más fuerte.
Aquello era suficiente
para excitarme durante días,
dos rodillas que caminaban
en mi dirección.
-¿Salir? ¿A dónde?
Y acabé en el primer bar
que mis amigos me impusieron
como terapia.
A la quinta copa,
la chica de al lado
se parecía tanto a Martina
que le pedí matrimonio.
Acabamos en la cama,
con poca ropa
y la piel se volvió lija.
Me escocía cada poro
y me chorreaban conversaciones
que nunca supe interpretar.
Cuando algo se tuerce,
durante unos cuantos días,
paramos el tiempo
y tratamos de buscar,
entre un baúl oxidado y viejo
lleno de recuerdos,
en qué momento se torció todo.
Nos torturamos por todo aquello
que se nos escapó,
como tú Martina.
Como tú.
Porque he perdido tantas cosas
a lo largo de mi vida,
aquella maleta
en el primer viaje de secundaria,
el abrigo que me compró mi madre
para aquel traje azul,
las ganas de estudiar arquitectura
y la motivación
por recortarme la barba,
pero nada en el mundo
me había dolido
tanto como tú.
Cuando pierdes algo
tan valioso,
empiezas a preguntarte
si alguna vez lo tuviste de verdad.
¿Te tuve yo a ti o me tuviste tú?
¿Te perdí o te perdiste?
Y sigo bebiendo
mientras desnudo a otra
con piel de lija
y manos de hojalata.
Martina siempre sabia
cual era la intensidad exacta,
de todo.
Follar con prisas,
hablar con pausas,
avanzar despacio,
vivir acelerados.
Llevaba dentro un reloj
que siempre la hacía
el tiempo perfecto.
Aunque lloviera.
La chica de lija
ha salido de la ducha
con tu toalla
y le he pedido que se vaya.
Martina se dejó aquí su gato,
que me mira tan triste
como le miro yo a él.
A Siete ya nadie le rasca la tripa
y a mí nadie me prepara
un buen café.
Tratamos de compartir tu soledad
sin estorbarnos demasiado;
cada uno con su porción
de autocompasion.
Le dejo que siga viviendo aquí
a cambio de que no haga
ningún ruido que me recuerde
a tus tacones.
He puesto una lavadora
cuando he despertado
y he cambiado de detergente,
por algo se empieza ¿no?
Bendito nuevo olor de mierda
que me sigue recordando a ti
justo porque no se parece nada al tuyo.
Entiendo que te hayas ido Martina,
yo también me iría de mí mismo,
pero podrías haberme
preparado el cuerpo
con ausencia de orgasmos.
Haberte vuelto algo más fea
para que no me doliera tanto
tu ausencia.
Haberle preparado un funeral bonito
a aquella parte de mí
con la que evitaría
volver a cruzarme
por la casa.
Si tú te recuerdas a alguien
a quien no quieres recordar,
es inevitable caerte mal.
No compraste ni ataúd,
ni flores,
ni llamaste a mis padres Martina,
y están preocupados.
-No voy a volver a salir Aitor.
Como decía aquella canción
de Ella baila sola:
hasta que lo sapos bailen flamenco.
Y a ti Martina:
"Ya que te has ido
y no piensas volver,
no me des una sola pista
de dónde has escondido
tus rodillas huesudas,
porque si te encuentro.
Si te encuentro no sabré que decirte
y volverás a querer irte.
Y no se puede huir eternamente.
Pero te quiero,
¿recuerdas?
Llevabas un vestido de flores.
Si te encuentro
quiero un funeral donde llores,
y pidas tres días de baja,
el primero para quererme
como se quiere a cualquier muerto,
el segundo para guardarme luto
y el tercero para decidir
qué vestido vas a ponerte
para revivir a cualquier otro difunto
hasta que diga te quiero.
Aunque nunca tanto como yo."
Atentamente:
el muerto del quinto piso
de un edificio sin calle.
Ni salida.