Se han apagado todas las luces sin tocar el
interruptor, y estabas aquí. La oscuridad habla tan claro de ti. Y escucho las
ambulancias pasar a prisa por nuestra cocina. Los platos hechos añicos sobre la
encimera. La bañera llena de cuerpos sin vida de los que escapan alaridos que
me recuerdan a sentirse perdida.
Huele a bosque, a profundidad.
A mar
enfurecido que arrastra naufragios sentimentales. No hay isla sobre la que
descansar.
Las luces de Septiembre apagadas y mi cuerpo encendido, ardiendo uno
a uno los huesos de mi columna vertebral.
Me coloco frente al espejo y no me
conozco. Pero me siento cómoda, porque no saber quién soy conlleva no saber
quién eres tú, y que ventaja nos damos a nosotros mismos pudiendo empezar de
nuevo. Si lo pienso hasta vuelo. En un cielo propio que se parece a tu azotea.
Con todo París iluminado a nuestros pies.
Con Venecia sonando en tu viejo radio
casete.
Y Roma atrapada en todos los intentos de supervivencia sin manual.
Me
miras y nos hacemos los vivos, pero estamos muertos, de miedo o de amor, que
para el caso viene a ser lo mismo. Cuanto más te beso más poesía me siento.
Como el suicida que encuentra un hogar en cualquier puente que le da otra
oportunidad.
Tengo una bomba entre las manos a punto de estallar cada vez que me
desnudas, la sostengo con fuerza deseando que no estés aquí cuando todo vuele
por los aires, aunque luego amor, te imagino ceniza y me dan ganas de deseos. Y
de soplarte hasta que llegues a cualquier lugar donde te sientas a salvo.
Hacerte una cuna con las viejas heridas y que el pasado te deje volar.
¿En que
jaula te encerrarías si fueses un pájaro? Cuando estiras las alas puedo ver
toda la Capilla Sixtina. Y me sobresalto, hay algo en el arte que nunca me deja
estar tranquila.
Y de repente te escucho reír en otra boca y veo cómo otro
vestido, que no huele a mi primavera, se levanta con ganas de descendencia. Y
veo otros ojos que tampoco son tuyos pero allí estás, devorando un libro en
cualquier cafetería. Sin café. Sin aperitivo. Alimentándote de la omnipresencia
que desparramas.
Estar sin estar ha sido siempre tu mejor truco y yo, la
chistera. La chica de dentro de la caja a la que cortan por la mitad. El conejo
blanco. La paloma. El truco final. Y el público embravecido aplaude.
¿Dónde
narices se celebra un final?
Solo en el arte.
Así que te fuiste y me pareció
haber acabado, de nuevo, La Divina Comedia. La tristeza de no poder volver a
leer por primera vez a Bukowski ni poder volver a enamorarme de Bécquer. No hay
lugar para las segundas primeras veces.
Y cuanta magia en la imposibilidad.
En
la certeza de no poder vivirlo de nuevo.
¿A caso hay algo más grande que lo
pequeño? La soga que decides quitarte del cuello. Las manos qué marcas como
faros en cualquier tormenta. La primera vez que me besaste y escuché todo el
Mediterráneo agitado en los bajos de mi ombligo. Un barco pirata navegando
dentro de mi tripa, y el tesoro frente a mí, cogiéndome de la cintura, sin
notar el chaparrón.
Si me acostumbré a ti, imagino que podré hacerlo a tu
ausencia. Asumir tu pérdida. Contarle a las vecinas que la muerte fue rápida
pero el dolor pinta negro.
La ropa.
Las paredes.
Los próximos comienzos.
Y
saber que me escuchan, pero no me entienden. Y seguir agradeciéndote la
exclusividad. Aunque ya no pueda decirte que anoche no conseguí dormir porque
hace frío sin tu cuerpo. Que aún noto la arena en la planta de los pies de
nuestra primera cita. Ya no puedo contarte que el trabajo no me llena pero me
llenas tu más que cualquier trabajo. Y que te escribiría durante todo el día aunque
siempre te dijera lo mismo: quédate.
No soy la mejor opción pero tengo una
ventana que da a mar abierto y se ve un velero blanco que te hace olvidar un
poco las guerras.
Las de dentro y las de fuera de nosotros mismos.
Que puedo
ayudarte con todo aquello que no cuentas. Y que siempre me ha gustado leer
poesía en voz alta para unos ojos como los tuyos. O para los tuyos, si me dejas
ser exacta. Y que creo que aún sin esfuerzo, te caben los jardines de La
Alhambra dentro de todas las veces que me has hecho el amor con rabia. Y que
cuando te colocas el reloj y bebes cerveza, veo más cielo en tus formas que en
los rezos de cualquiera.
Así que puedo acostumbrarme a tu ausencia como se
acostumbra alguien a una casa sin ventanas o a unas vacaciones sin mar. Recordándote
cada vez que hunda los dedos en mermelada de fresa. O que me pierda en
cualquiera de las carreteras del mapa de la guantera. Y ponga tu canción
preferida y abra las ventanillas en un intento de sentirme libre.
Pero te
escucho, te escucho en otra boca haciéndome siempre la misma pregunta: ¿en qué
jaula te encerrarías si fueses un pájaro? Y noto el viento dándome en la mano,
mientras la ondeo en forma de ola. Y te miro, y me oigo recitar poesía a mí
misma en la bañera de un motel de carretera.
Me aprietas el cuello. Y pegas tu
nariz a mis pecas. Todo el coche huele a mermelada de fresa. Y me retumba la
cabeza: ¿en que jaula?
Y claro, tus ojos, que aún oscuros guardan el mar, se me
antojan arte: en cualquiera de las tuyas.
Noto el golpe de tu recuerdo por
enésima vez esta semana.
Y me corrijo:
''en la poesía
siempre puedo
volver a
vivirte
por primera vez.''