La habitación sigue oliendo a ti.
Desde la ventana se divisa todo París
concentrado en
el banco
donde decidiste mentirme por última vez.
Te ibas sin quedarte nunca más,
y lo hacías por mi.
Supongo que fue el único momento
de las quinientas noches de
Sabina
que ha durado nuestra relación,
donde pensé:
ojalá te hubieses ido por
ti.
Me habrías ahorrado la necesidad de odiarme;
de ver tus
huidas asomando al intento de vida
de todas las mañanas.
Me han preguntado hoy,
en unas de esas conversaciones
que
empiezan de madrugada
y terminas por llevártelas a casa:
¿desde cuándo te
conoces?
He pensado que si fuese Bécquer,
respondería que me conozco
desde que te conozco a ti.
Si fuese Bukowski,
quizás habría dicho que me conozco
desde
que conseguiste que me corriera encima
solo con el roce de tu lengua,
que a
pesar de haber rozado
otras cientos de ganas,
el orgasmo me supo a
exclusividad.
Pero los ojos que me preguntaron
no me dejaron mentir.
¿Desde cuándo me conozco?
Desde que creo no hacerlo.
Desde que me perdí.
Desde que no tengo tus gemidos
para quedarme a vivir.
Y ahora que puedo hablar de mi
sin mencionarte,
voy a
escribirme una carta redescubriéndome,
si llega a tus manos deshazte de ella,
que no quiero que sea cierto eso de enamorarnos
en la octava vida que tiene un
gato
y nadie recuerda,
en la noche quinientas uno de aquel poeta:
Soy de libros y de noches frías,
de tormentas, de cientos de
mantas
y olor a palomitas.
De la última fila de un cine vacío
donde nuestros besos no
molesten al personal.
Estoy hecha de poesía,
de versos cosidos con saliva;
de
valentía programada para activarse
cuando parece que la guerra,
que siempre
viste en sudadera,
me ha ganado la batalla.
Soy de las de ir por delante
dejando que el mundo visualice
como se ven mis tobillos desde atrás,
y aunque mi talón de Aquiles
cada vez se
parece más
a la cuerda vocal que me activas en los orgasmos,
nunca admitiré que
te debo todos mis errores.
Sería regalarte mis mejores parrafadas
y confesarte que he
descosido todas las bragas
para que se caigan solo con mirarme.
Vivo constantemente con las ganas
de conquistar un lugar que
no existe,
y en esta lista de imposibles,
no voy a mencionarte.
Por orgullo al arte.
No he sido nunca la primera en llegar,
ni en rendirme,
no he
sido la primera en alborotarte los cajones
ni en ordenarte las ideas,
no he
sido la primera en derrumbarme
ni en recomponerme,
pero he sido la última musa
de carretera
dispuesta a descolgar las piernas
al borde de tu copa
y pedirle al
camarero
que no decaigan las rondas,
que por un rato más entre tus hielos
yo me
hago la interesante
y guardo bajo llave mis ganas de besarte.
Soy de instintos poco básicos
y muy complejos,
de cruces de
piernas a destiempo;
de dar la vida con gracia,
y de guardarme las gracias
mientras me quede vida.
No se estar nunca en el lugar que debo,
ni en el momento
justo;
el tiempo y yo somos enemigos enfrentados,
dijo que lo pondría todo en
su lugar,
y tu lado de la cama sigue tan vacío
que he decidido llenarlo de
poesía.
Que la poesía siempre ha sido hogar,
y el hogar te hace
volver a casa por Navidad.
No soy un zorra indecente
ni una princesa de exquisitos
modales,
pero si me das a elegir entre astucia o elegancia,
me quedo con la
primera,
que en un mundo de perras todo es sobrevivir.
Lo cierto es que entre todo lo que soy
cuando estás
y todo
lo que soy
cuando te vas,
solo caben unos pasos.
Los tuyos,
que suenan aprisa a otro momento distinto
de otro
día distinto
con otros planes distintos
que han elegido la elegancia
en lugar
de la astucia,
y terminan dándose de bruces
con la misma historia de siempre.
Y te juro que en esa, si prefiero ser princesa.
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