Hoy hace ya unos cuantos meses
desde nuestra muerte.
Supongo que nacimos con el primer beso
y morimos con el
último.
¿Y todos los que no te di?
Solo sirven para hacer algo de
poesía
que poder leerle a alguien
a quien no le importa si quiera,
porque la
escribí.
Mientras tú entras a hurtadillas en mi habitación
y a la
mañana,
cuando abro los ojos,
todo está hecho un desastre
y me falta algo de mi
ropa interior.
¿Estás vistiendo a tus ligues como yo?
Prefiero que no me
recuerdes,
y me des así permiso para dejar de hacerlo yo.
El verde ya no te sienta bien;
tus ojos están oscuros
y
perdidos en cualquiera de los lugares
en los que hicimos el amor.
¿Qué duele más?
¿Lo que se hizo y no puede repetirse?
¿O
aquello de lo que nunca tuvimos la oportunidad?
Y yo siempre digo que ‘’tú’’.
Que eres tú el que duele,
en
cualquier manifestación.
Me corro de dolor,
y el orgasmo me sabe gris;
escupo bolas
de pelo
y mi gato interior me ronronea
compadeciéndose de mi.
Me doy tres golpes en el pecho y se calma.
Ojalá tú no estés triste
y tu risa contagie a la mía,
aunque
sea en otra boca
de otros vaqueros
de cualquier otro chico de esta ciudad
que
sigue tan enamorada de ti.
Yo no.
Porque desde mi ventana te veo
sobrellevando la vida
sin mí,
y creo que estás mucho más guapo
que cuando andabas preocupado
por todo
lo que no íbamos a poder ser jamás.
Más guapo pero menos feliz.
Y menuda contradicción de
mierda,
que lo se.
Me estoy desabrochando la camisa
para enseñarle a aquel
chico que me sonríe todas las mañanas,
que tengo estrellas apagadas en el
pecho.
Le he pedido que se quede a dormir
y he llorado como una
niña huérfana
que no entiende que significa la palabra hogar.
Me ha desenredado el pelo
y ha tirado el cepillo por la
ventana
para olvidarnos de esta noche,
y le he querido un poco
porque me ha
permitido quererte sin reproches.
Hay que querer a aquellos
que nos permiten querer
a quienes
no se lo merecen,
porque nos dejan ser esa parte de nosotros
que es siempre
error.
Al día siguiente llamó preguntando
si tenía un momento.
Me pegué el teléfono al pecho
y miré por la ventana.
Te vi
de nuevo.
Creo que fue la última vez
que nuestros ojos se cruzaron.
¿Podemos ser errores felices?
Volví a ponerme el teléfono en el oído.
‘’No me gustas ni la mitad que él.
Pero me gustas mucho más
de lo que me gusto yo.
Y no me late el corazón tan deprisa
como en aquella
primera cita.
Pero me late más que en todas estas
setecientas quince semanas’’.
Y creo que le bastó.
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