Llevaba días poniéndome la ropa interior negra, y la pasta
de dientes ya nunca era de fresa. Y me iba al trabajo y volvía a casa, y comía
y dormía. Como un animal herido que sigue con su vida cuando su dueño se va de
vacaciones y le abandona en cualquier arcén. La inercia de los días. La
angustia del ir y venir de acontecimientos que no te esperan, de personas que
siempre preguntan lo mismo, de colores que siguen sin sentarte bien.
Hoy he recogido todo el piso, he amontonado toda nuestra
vida en unas cuantas cajas de cartón, y te he vomitado por todas las esquinas.
Siete me mira desde el rincón más oscuro, ya no le toco porque su ronroneo me
recuerda al tuyo. Al sonido con el que te desperezabas. El día siguiente al día
más triste de mi vida te odio. La chica de la biblioteca dice que has pasado por allí. ¿A quién le lees ahora en voz alta? Todo gira con demasiada fuerza y me recuerdas a un huracán que mueve las páginas de mis libros preferidos y caigo en la evidencia de que coincidimos con cada uno de ellos, con los párrafos más amargos, justo en el momento en el que ella no llega al aeropuerto, en el mismo instante en el que él no encuentra los motivos para quedarse a su lado, en la línea que dice: ‘’lo siento pero tengo que marcharme’’.
El día más triste de mi vida descubrí que eras mi libro preferido, mientras todos los vientos del norte soplaban en el edificio más frío de Madrid.
¿Cómo se puede echar tanto de menos aquello que siempre ha sido un error? Se me acompasan los órganos vitales mientras se me descuadra la vida tan rápido que no me da tiempo a guardar nada para cuando me sienta mejor. ¿Y si no me siento mejor? Eso no lo había pensando. Si no llego a sentirme mejor no tendré que guardar nada porque el después del después no será distinto a ahora.
Como mucho polvo, que siempre vuela más fácil que el recuerdo. O más rápido. Como mucho polvo gris que nada tiene que ver con la vergüenza de que nos hayan pillado follando en el baño de cualquier bar. Polvo que huele a hueso triturado, a saliva ácida que corroe la piel, y que no pesa pero duele sostener.
Siento un escalofrío y noto tu boca engreída cerca de mi
oído: ‘’no te olvides de que el fuego lo guardo yo.’’ Claro, el fuego eres tú y
yo el polvo, polvo antes siquiera de ser ceniza. Y soplas, hasta que te duelen
los pulmones de airear nuestros recuerdos.
Me concentro en sentirme mejor y escucho como gotea la
pecera de nuestra habitación. Una y otra vez dando contra el mismo lugar
mientras los peces de colores salen de mis ojos, a borbotones porque les he
prometido el mar. Un mar de dudas agrias que sabe a las primeras mandarinas que
las madres preparan en la merienda de sus hijos. Porque tienen vitaminas aunque
estén agrias.
Porque sucedimos aunque ya no seamos.
Ahora mis peces de colores me odian y se me han quedado los
ojos vacíos. Tengo aire de fin del mundo, de patriota que no vuelve de la
guerra. De mutilado que sigue sintiendo el calor del miembro amputado junto al
frío de la ausencia.
El día más triste de mi vida nadie me dejó decir que estaba
triste. Y tú mientras reías y nadie te dijo que no lo hicieras.
Recuerdo que me pillé el dedo con la puerta y que la sangre
salía a borbotones y entonces lloré y me dejaron. Claro, eso sí. Me dejaron y
yo fingí que no lloraba por ti, porque no se llora por las cosas que no tienen
solución. ¿Eso quiere decir que no volverás?
He roto los seis jarrones de la entrada para que parezca una
salida, porque nadie pone flores en las salidas ¿no? Pero aun busco la forma de
escapar de aquí.
El día más triste de mi vida me perdí en la biblioteca de un
pueblo del sur. Quizá esté buscando mi nuevo libro preferido.
Quizá no tenerlo sea por primera vez mejor que haberlo encontrado.
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