Ella no leía mis poemas. No compraba mis libros. Pero
pensaba tanto en mi que la sentía de lejos, latente, como el pecado que nunca
se termina de saldar.
Ojalá la hubieses visto cuando me quería. Como se contoneaba
por los pasillos hechos trizas de mi piso en las afueras. Como renegaba de mi
vida pero se quedaba. Y cuando se desvestía, algo que nunca he alcanzado a
entender, cambiaba. Como si de repente la ventana de mi habitación tuviese
vistas a la Torre Eiffel, y no a un patio interior oscuro con vecinos que no
soportan el ruido de la cotidianidad. Manuela nunca llegaba tarde,
tenía a los relojes de su parte,
y el mundo entero parecía esperarla.
Dejé de saber quererme justo el mismo día que ella lo hizo.
Todo mi amor propio se fue por el sumidero la última vez que hicimos el amor en
la bañera. Hace días que no me ducho, y destilo olor a autocompasión. Una
mezcla insoportable entre querer perderme y asumir que no se a donde ir.
Quizás este sea mi lugar, morir acariciado por versos de
Bukowski, recordando las pecas de Manuela, que bailan en la yema de otros
dedos, de unas manos que sin conocerlas, las detesto.
Un día el frío se le metió dentro. Ya no quería drogarse, ni
follarme, ni calmarme. Ya no molestábamos a los vecinos, porque la soledad es
silenciosa, aunque aun no se hubiese ido de casa.
Y empecé a saber que aquello era amor, aunque ella ya no lo
sentía. Era amor porque no se me ocurría otra cosa. Hacía días que no se me
ocurría nada más.
Nada más que ella. Y claro, era amor.
Por mucho que toda la habitación pareciese un iceberg
enorme, en mitad del océano con una ventana que da a mar abierto. Hace tanto
frío.
Porque Manuela siempre sabía el punto exacto de la
calefacción, pero la última semana se le cogió al pecho Siberia, y ya nunca
hablábamos de vacaciones en el sur.
Hoy me he topado conmigo mismo deambulando por la cocina.
Hundiendo los dedos en mermelada de naranja amarga. Y me he dado pena. Las
farolas son lo único que ilumina la estancia, de un color amarillo que me
recuerda a los dientes del que fuma compulsivamente. No hay una sola estrella
en el cielo gris de esta ciudad de la que no recuerdo el nombre, que quiera
acompañarme a fingir que no me importa no tenerla.
He cerrado fuerte los ojos y me he visto rodeado de minas. Y
he sentido que cruzaba la frontera de un lugar del que no me sentía parte, y al
llegar al otro lado, tampoco me sentía en casa. Apátrida de mi propio yo.
Después se encendían
un centenar de luciérnagas. Parpadeaban hasta que despertaba. Y solo había una
bombilla encendida en toda la casa que titilaba haciendo un ruido espantoso; y
recordé el cartel rojo del bar de carretera que he estado visitando desde que
me dejaste, en un intento de sobrellevarme. Ya sabes que casi todo el tiempo soy insoportable.
Hoy hace semanas que Manuela se fue, y mi editor dice que he escrito lo mejor de toda mi trayectoria. He estado a punto de volarle la cabeza. He sacado el arma y se la he pegado a la sien. Todo a mi alrededor se ha quedado congelado.
Estoy fuera de mi mientras te llevo muy dentro. Tan fuera de
mi que me recuerdo a alguien que no existe. Te he querido sintiendo que no era
yo, y te he querido mejor.
¿Por qué no vuelves Manuela? Quizás,
tal vez,
sepa hacerlo mejor.
Ya no hay rastro de las luciérnagas. Ahora todo son termitas y me siento el corazón de madera. Ojalá me quede poco de vida, y cuando te llamen para decirte que he muerto, leas todo lo que te he escrito, y hables bien de mi.
Porque vamos Manuela, ¿quién en su sano juicio hablaría mal del difunto?
Te llevo una muerte de ventaja, pero aunque esta partida
vaya a ganarla, es que joder, tú siempre estás tan guapa. Pónmelo fácil, y cuando vengas a mi funeral,
quítate esos ojos de encima y déjate el culo en casa.
Voy a contarte un secreto Manuela, me he cosido al paladar
mi último poema, para volver a tenerte dentro de mi boca:
‘’Tenía que ser amor,
porque cuando ella dejó de quererme,
dejé de hacerlo yo.’’
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