Le miró condescendiente y se retorció como si se le
encogieran los órganos vitales ante todo lo que queriendo decir, no diría, pero
sobre todo, ante todo aquello que queriendo esconder, se le escapa a raudales a
través del silencio mortuorio que le recordaba a todos los suicidios
emocionales que había conseguido arreglar con algo de poesía.
Pero seguía respirando, y que se hace con el amor cuando
sigue vivo mientras todo parece arder alrededor. Hemos follado tantas veces
encima de nuestra propia tumba que tenemos en contra a todos los fantasmas que
saben de nuestras absurdas reconciliaciones.
Y si vuelves a hablarme de simulacros, de salidas de
emergencia, de correr despacio para alcanzarme, te juro que voy a perder el
juicio y podré protagonizar los versos de algún desgraciado que anda deseando
enamorarse de una loca. Le diré todas esas cosas que tú me decías, que no le
convengo, que no soy lo que piensa porque mientras él me piensa yo pienso en tu
bragueta. Le diré que no es justo para él, pero sabré, tanto como lo se ahora,
que lo cierto es que no es justo para mi.
Tú no eres justo para mi, porque nada que resulta
insuficiente, puede serlo. Y ahora me gritas, que no lo has hecho aún, pero conozco
la decadencia de memoria, la nuestra, que
me largue. Y toda esta historia pasa por mi cabeza como una película mala en
blanco y negro. No te me pongas muy a tiro, pienso. De pistola o de la cama. La
cocina. O la pared del cuarto del fondo.
No te me pongas muy a tiro porque detesto reconocer mis
vicios. ‘’Yo no tengo puntos débiles’’. Me dijiste. Pero no me conocías. Ni
sabías, porque aun no era el momento, que en mi armario siempre hay una falda a
la que le faltan cuatro centímetros. Los justos para que subiendo los escalones
de casa, olvides el camino de vuelta.
Y mírame, que yo se tan poco de esto como tú, pero mejor
así. Decía Albert Einstein que si juzgas a un pez por su capacidad de trepar un
árbol, vivirá toda su vida creyendo que es un inútil. Y tú me has puesto a los
pies de la cama, el jodido Everest. Mientras yo echo de menos mi pecera.
¿No lo entiendes? No puedo ser quien tú pretendes, y de
todos modos, si es que lo fuera, el problema no sería otro que el hecho de que
tú seguirías siendo tú. El cobarde guapo del bar de abajo. Solo buscas un amor
imposible con el que justificar todos tus revolcones. Bien, pues ahora hablemos
de azoteas.
¿Cuánto hace que no subes a ninguna? Que no te contoneas
como si fueses el rey de aquella ciudad de mierda que duerme cuando nosotros
hacemos el amor con rabia. Y gritamos desde arriba que no nos queremos, pero
que somos lo mejor de lo peor de aquel lugar aburrido. Mi azotea tiene las
piernas de par en par para que sea más fácil que te creas sus mentiras.
¿No querías sentirte en casa mientras afuera todo se
desplomaba? Recuerda que hay apátridas que lo son por elección propia. Exiliado
cobarde de una guerra de dos. Y el mundo sigue, porque me he asomado a la
ventana y lo he visto. No creas que se ha escondido. Ahí está, como si tu
ausencia no le desgarrara por dentro. ¿Soy la única que te echa de menos? Nadie
paraliza una obra con la firma de un solo vecino.
Y mi perra no come, ni ladra, ni muerde. Y mi gato no
duerme, ni maúlla, ni bebe. Y todo lo que ayer era hogar, ahora me resulta tan
desconocido. He dividido la habitación en parcelas de autocompasión. Pero no te
creas tan importante, la poesía ha decidido quedarse. Aun sin ti. Aquí está. Y
me mira desde el alféizar de la ventana, convaleciente, pero respira.
¿Ves? No todo el arte se va contigo.
Y puedes estar orgulloso, allí donde te hayan llevado tus
ganas de olvidarme, porque en mi estantería quedan pocos autores con ganas de
hablar de ti. Se están reconciliando conmigo, que no resulto muy buena compañía
pero llego siempre a casa a la misma hora susurrándoles que no hay nada en el
mundo que me haga abandonar la poesía.
Y se sienten a salvo. Entre tanto desorden. Entre tanto
alboroto. Entre relojes que no dan la hora por si las moscas, o los años, o las
penas.
A veces, dejamos a alguien con la intención de que se quede.
Pero hay cosas que cambian de lugar cuando marchamos. Y se que no vas a
entenderlo, y que me dirás aquello de que quien se va, siempre puede volver. Y
sí, quizás tengas razón, pero no esperes encontrarlo todo en el mismo sitio.
La inercia del portazo vuela todo por los aires.
Pensé en decirle que saliera de casa, pero cuando conseguí
articular palabra, estaba sola. Sola entre cuatro paredes y todo, absolutamente
todo, había cambiado de lugar.
Incluida yo.
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