Daniela tenía el pelo rubio, casi rojizo, como si escondiera
un atardecer en la melena.
Los ojos grandes y verdes, y las piernas tan largas que
podías confundirlas con una de las enormes calles de Nueva York.
Solía vestir de lunares, y su piel, incluso en los días más
fríos del año, tenía ese color canela que cualquiera del norte habría
envidiado.
Vivía sola con su padre, e imagino que era él quien le
encargaba todas las faldas por debajo de la rodilla.
Aunque muchos de clase se conformaban con sus tobillos, y su
sonrisa.
Aitor siempre suspendía las matemáticas, quizás porque su
cuenta favorita era sumar los centímetros que hacía falta que se le subiera la
falda a Daniela para sentir que el día había sido productivo.
Tenía la boca grande y la cara llena de pecas, sus ojos
azules se movían con perspicacia por todos los culos hasta clavarse en el de
ella.
Eran tan grandes que en ellos habrían cabido cientos de
números de teléfono, de sujetadores, de citas y besos, pero a Daniela nunca le
parecieron tan inmensos.
Detrás de Aitor estaba Lucía, que llevaba unas gafas enormes y
el pelo tan rizado que resultaba divertido. Tenía la tez muy pálida, tanto que
solían llamarla ‘’la chica transparente’’.
Sobre el labio se le dibujaba un lunar sexy, aunque creo que
nunca nadie se lo dijo.
Era baja y callada, se reía poco y trataba de no hablar
demasiado. Se pasaba las clases leyendo libros que la profesora no había
recomendado, y anotando en una libreta como se le ondeaba el pelo a Aitor
cuando se iba en moto del instituto.
Aunque él no supiese si quiera que tras de él había otro
pupitre.
Lucía no caminaba contoneándose, ni se delineaba los ojos,
ni conocía el carmín, pero lo cierto es que sabía más de mitología y de astrología
que cualquier profesor de nuestro instituto.
Al lado de Lucía estaba Marta, que fumaba a escondidas y
llevaba pendientes imposibles.
Marta tenía el pelo corto, casi como un chico, y miraba de
reojo el lunar de Lucía , aunque hubiesen pasado por su cama todos los tipos
duros de secundaria.
Llevaba camisetas anchas y vaqueros rotos, y andaba con
tanta desgana que no despertaba ninguna sonrisa.
Delante de ella estaba Hugo, que solía vestir en camisa y
engominarse como en una de esas series de época.
Sus camisas eran en tonos pastel y sus pantalones en cientos
de marrones. Copiaba aprisa lo que decía la profesora y nunca hablaba sin
levantar la mano antes, turno de palabra o algo así, lo llamaba él.
Tenía los ojos tan pequeños que cuando reía se quedaba sin
ellos, y normalmente llevaba un toque rojo en las mejillas y una boca de fresa.
Miraba casi de forma inconsciente a Lucía, que estaba guapa
cuando le daba el sol de la ventana y sonreía leyendo uno de sus libros.
Después estaba Ángel, un chico gordito con granos que no
necesitaba más que un vaso de chocolate caliente y algo de repostería para
tener un motivo por el que levantarse del pupitre en los cambios de clase.
Normalmente llevaba las comisuras manchadas de chocolate y
su diminuta nariz se escondía entre dos enormes mofletes.
Ángel solo prestaba atención cuando era Martina quien daba
la clase, que llegaba con sus faldas de tubo y sus camisas estrechas.
El pelo recogido en un moño desenfadado y algo de color en
los labios, con algún mechón suelto que se recogía con dulzura detrás de las
orejas.
Daba clase de literatura, y lo cierto es que La Celestina
sonaba mucho mejor cuando los versos se escapaban de su boca.
Solía preguntarnos que tal el fin de semana mientras nos
sonreía como si no supiese como eran los fines de semana de un adolescente.
Y cuando le contábamos, la historia más interesante siempre
era la de Ángel.
Por mucho que pasaron los cursos, ninguno cambió.
Daniela y su culo, Aitor y sus pecas, Lucía y sus libros,
Marta y sus maneras, Hugo y su pelo engominado, Ángel y el chocolate y Martina
con su dulzura.
El caso es que hace nada, me encontré con Aitor en una
cafetería del centro, nos tomamos unas cervezas y me estuvo contando que se
había casado un par de años atrás con Mónica, una chica algo mayor que él, que
habían tenido dos hijos, Antonia y Martín, y que todo había ido bien hasta que
una noche de copas con sus compañeros de trabajo se había reencontrado con
Daniela, que estaba más guapa que nunca.
Hablaron, bebieron, y se besaron, un beso que fue casi
imperceptible, uno de esos besos tan suaves que te adormecen las defensas.
Después de tantos intentos, de tantas cartas, de tantas
invitaciones, en definitiva, después de tantos años tenía a Daniela mirándole.
Me dijo que se había dado cuenta de que lo conocía todo de
ella menos su forma de mirar, quizás porque nunca había detenido sus ojos en
él.
Y se sintió triste. Esa noche volvió a casa con el número de
Daniela grabado en el teléfono, y ese olor dulzón que la caracterizaba pegado a
la camisa.
Al día siguiente, al despertar, vio como le miraba Mónica, y
pensó que no había visto jamás unos ojos que le mirasen con más amor.
Y la mítica Daniela desapareció de su lista de imposibles.
Me habló de Marta, la eterna rockera, me dijo que solía
tocar con su grupo en un local ochentero cerca de casa.
Que había estado liada con Matías un amigo suyo, y que
después de varios años, ahora vivía con una mujer, una tal Lucía, profesora de
literatura universal en el colegio de sus hijos, que había estado casada con
Hugo, aquel chico repeinado del instituto: ‘’¿lo recuerdas?’’
Y me preguntó si la conocía.
Pelo rizado, piel blanca y un lunar sexy encima del labio.
Hugo se había ido al extranjero, estaba preparando una tesis
sobre no se que fenómeno natural.
Entonces fui yo quien le pregunté por Ángel, me dijo que
había perdido treinta kilos y que trabajaba de monitor en el gimnasio del
centro, lo más sorprendente es que estaba casado con Martina, la profesora de
literatura, que según él, seguía con esas faldas que te hacen perder el
sentido.
Se llevaban casi 20 años, él tenía 29 y ella 44, pero ¡que
44 años!
En ese momento le sonó el teléfono, era Mónica, Martín había
vuelto a suspender matemáticas por estar distraído en clase con no se que chica
rubia.
Se fue rápido, despidiéndose con un abrazo.
Y pensé en lo caprichosa que era la vida, que entrelaza
destinos para darte la posibilidad de desmitificar a quien nunca te miró, o
para ponerte en el camino a quien siempre supo apreciar tu magia.
Buena historia. Es un reflejo de lo que a veces sucede en la vida real. La vida siempre da tumbos y uno nunca tendrá vida que quiere. Es sorprendente y curioso a veces, aunque en otras es irónico. Pero así es la vida.
ResponderEliminarEl último párrafo que remarcaste, a modo de moraleja, es algo que siempre hay que tener presente, a pesar de que nos demos cuenta de ello quizás un poco tarde.
Un bello texto, Amparo. Creo que es algo distinto a lo que nos tienes acostumbrados y realmente te ha salido genial. ;-) Que tengas un bonito día. ¡Saludos!
Si Nahuel, la vida va y viene, y nos entrelaza con otras personas que pueden pasar desapercibidas o ser cruciales, y no tiene porque ser en el mismo instante que se las conoce, a veces es unos años después o a veces nunca llegan a ser como esperas o como imaginabas, pero la vida termina por revolverte todos los misterios.
EliminarMe alegra que te haya gustado, si que es diferente, a veces escribo muchas cosas así, tengo relatos muy largos, pero no suelo atreverme a colgarlos.
Saludos!