Todos los lunes vuelvo a perderte.
Los lunes nunca hay bares abiertos
donde invitarnos a una
cerveza
porque no somos capaces de invitarnos a una vida.
Los lunes nadie despierta con ganas,
y todas las camas se
vuelven superficies unilaterales.
Los lunes todo el mundo vuelve a la rutina,
y aquellos
amores que luchan diariamente
contra sus kilómetros,
se vuelven a casa sin la
mano
que se posa encima de la suya
cuando cambia de marcha mientras conduce.
Los lunes no nos enfadamos,
así que no solemos hacer el
amor.
Los lunes son ordenados,
como un montón de sábanas
planchadas
y perfectamente dobladas
dentro de un armario que no entiende de
locuras.
No hay manifestaciones
ni nadie que proclame a los cuatro
vientos
que se ha enamorado de la chica más guapa de su ciudad.
No podría hacerse el día del orgullo gay,
porque a un lunes
no le queda bien ningún color.
Los martes nadie escribe poesía.
No hay libros mal apilados
encima de una mesita de noche
que no entiende de horarios para irse a dormir.
No hay luces encendidas pasadas las doce
que te hagan tener
esperanza en que igual alguien,
en este momento cualquiera
de un martes
insignificante
está burlándose de lo establecido
y ha decidido que es la noche
perfecta
para hacer de femme fatale
en el garito más sucio de la capital.
Un martes nadie grita: ¡soy el rey del mundo!
Porque no hay
mundos que anden con ganas de ajetreo.
Ni siquiera es día de encontrarse
con tu causa perdida
favorita al girar la calle,
porque las piernas más bonitas
están encerradas
estudiando ese examen infernal
del que solo pueden avisarte un martes trece.
En el que se te ha roto la barra color carmín,
y no
encuentras donde dejaste aquel disco
que él solía tararear mientras
te quitaba
la ropa con tanto descaro
que podías correrte solo con imaginar
que verso le
sentaba bien a sus modales.
Y sin duda alguna,
sería uno de Bukowski,
aunque no creo que
escribiese los martes.
El miércoles es más divertido,
tiene tantas letras que
mientras lo escribo,
me da tiempo a pensarte un par de veces.
Y cada vez que te pienso
me dan ganas de hacerte el amor
tres veces;
tres por tres dan un nueve,
justo las letras que tiene un miércoles
para perderse entre los cientos de botones
que voy a descoserle a tus camisas.
A ver si pierdes esa fea costumbre de vestirte.
Los miércoles dan clases de salsa
en el local de debajo de
tu casa.
Seguramente tus ojos vayan detrás del culo
de alguna mulata
que no se ha percatado de que sus curvas de infarto
me están estropeando el
miércoles.
Porque el miércoles
ya tienes que empezar a ser mío.
Los miércoles suelo ver películas
de amores imposibles,
pero
nunca las termino,
porque para imposibles bonitos ya estás tú,
y tus cien
maneras de dejarlo todo a medias.
Los jueves siempre suena música ochentera,
y alguna prenda
con lentejuelas me mira desde el armario.
Los jueves es día de perfume
y de ondas en un pelo rubio.
De ordenar el cajón de la ropa interior
y de hacer planes
con tus incertidumbres
que queden en nada
y así poder fingir que nuestras ganas
se han encontrado por sorpresa
en un bar de piernas largas
y versos demasiado
cortos.
Simples.
Escuetos.
Los jueves nadie cena en casa,
y el cine está lleno de
parejas
que definen el amor con el hecho
de comprar un solo paquete de
palomitas
y un vaso de refresco con dos pajitas.
Y puede que sí,
que ese sea el secreto,
dejar de relacionar
los latidos con situaciones complejas
y comprender que no hay mejor amor
que
aquel en el que dos manos
se encuentran en una butaca de cine
y se entrelazan
como si la película o la vida,
tuviese más sentido cuando se rozan sus lunares.
Los jueves nunca son de vaqueros.
Y los viernes llevan tus manías.
Tu camisa azul preferida
y
tu reloj parado desde el día
en que te pregunté cuando pensabas volver.
Siempre has sido un cobarde muy guapo.
Los viernes la cerveza sabe diferente,
y puedo invitarte a
un cigarro
aunque ninguno de los dos fumemos.
En aquel local todo está permitido,
se llama París
porque
todas saben hacer un francés.
Los viernes acabas en casa.
Y me cantas suavito al oído
que bebes rubia la cerveza
para
acordarte de mi pelo.
Los viernes duermo sobre tu pecho,
y aprendo a restarle
valor a lo que no haces,
para ser capaz de hacerle el amor,
sin miedo,
a todo
lo que si que haces.
Todos los viernes te conozco un poco más,
y me confiesas
pequeñas manías,
como que eres incapaz de dormir con calcetines
o que no puedes
beber café sin comer galletas;
como que siempre has sabido que eras complicado
pero que desde que me conoces,
ni siquiera te entiendes tú.
Los viernes vuelves a enamorarte,
y nuestras ganas de que
funcione
se vuelven a reencontrar debajo de las sábanas.
Los sábados despiertas siempre conmigo
y te escucho
bostezar.
Me llamas ‘’nena’’
y preparas un desayuno para dos.
Me hablas en la cama
de tus ganas de viajar al sur,
de perderte
entre las olas
y hundir los pies en la arena,
y de como el norte sin embargo,
siempre termina ganando,
y te ves atrapado en los mismos lugares de siempre.
Una ciudad que te absorbe
porque no quiere perder
la obra de
arte que supones cuando te contoneas
con ese aire de ignorar que tu existencia
llena los locales de faldas dispuestas a elevarse
por mucho menos de lo que me
gustaría.
Sábados de celos,
de mentiras piadosas,
de orgasmos.
Los sábados nunca pareces tranquilo.
No hay secretos ni confesiones,
ni manías, ni formas, ni
modales.
No hay música que te adormezca los fantasmas,
y mis besos
pierden fuerza,
como la cerveza que lleva abierta desde esta mañana.
Los domingos recoges tu camisa azul,
y tartamudeas.
Me miras
preocupado,
y me preguntas si estaré bien.
Los domingos nunca vemos películas
ni comemos comida basura.
Ni siquiera hacemos limpieza general.
Los domingos siempre me llevas
hasta el marco de la puerta
cogida de la mano,
me besas en la frente y sonríes, inquieto.
Te miro con ojos de domingo
y me susurras al oído
que
siempre nos quedará París.
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