Eres la prueba de que la vida no es suficiente.
Y que se puede morir sin llegar a estar muerto.
No se como definirlo sin parecer poco cuerda
pero si vas a
quedarte lo intento.
¿Y si sobornamos a la evidencia
y planificamos nuestro
final?
Quiero fuegos artificiales.
Y créeme, no es que quiera irme
es que reconocer que quiero
quedarme
no se me da demasiado bien.
Ayúdame.
Súbeme la falda hasta las nubes
y fóllame como si
lo hicieses sobre la cama
de un hotel de cinco estrellas.
Con chocolatina en la almohada
y orgasmos en las cuatro
paredes
y en las doscientas esquinas que inventemos.
Supongo que siempre tuvimos
la opción de dejarnos ir
pero nunca
nos apeteció curarnos
(a mi de ti y a ti de mi)
y aunque las balas hubiesen parado
(que no fue el caso)
habríamos buscado otra forma de morir.
Y es que el olvido
no es más que el efecto secundario
de no
tener cojones para intentarlo;
y aunque hay noches de drogas
en las que me
pregunto cuantas muertes sentimentales
aguanta una relación,
se me pasa el
efecto cuando resucitamos lo perdido
y acabamos revolcándonos entre esperanzas
tan faltas de ropa como de equilibrio.
Te escribo porque cuando la guerra empiece
quiero que
tengas una trinchera
donde puedas venirte a dormir
y me dejes escuchar tus
gemidos
como si se tratasen de una de esas canciones de los ochenta
que no
pasan de moda.
No te preocupes por las heridas
que por mis venas
ya solo
corre el café que tomábamos para desayunar
después de despilfarrar el amor por
el desagüe de la ducha.
Y oye que lo entiendo,
que se que el compromiso te baja las
erecciones,
por eso no te pido tu mundo entero
solo alguna noche
(con menos
kilómetros y ropa de lo habitual)
que se repita cada vez que esté convencida de
que se acabó;
y ya se que pedirte que aparezcas
cuando estoy a punto de
marcharme
es la forma más cobarde de reclamarte una rutina.
Pero que voy a hacerle
si prefiero ser el motivo de tus
mejores polvos
que la musa de cualquier artista del Renacimiento
y esa es la
definición menos cursi
que se me ha ocurrido del amor.
Regálame otra vida
después de la muerte número cuarenta y
seis
y déjame que te encuentre
esta vez más segura y sin un final tan
evidente.
Con condones y cien sonrisas
protagonistas de tus sueños más
eróticos;
porque aunque tú no lo sepas
sonreír es lo más parecido al sexo en
esta poesía.
Mientras tanto
seguiré pensando que las peores discusiones
son las que tienes con tu memoria
y que aún hay recuerdos congelados
con los
que no puedo discutir.
Y es que por más turismo que haga por otras braguetas
nada
cura tus cicatrices
que se vuelven inmunes a cualquier intento fallido
de
resucitar la manilla del minutero
que se ha declarado en huelga
desde que no te
ve pasear desnudo por la cocina.
Te dejo edificar en todo el espacio
que hay de tus manos a
mi orgasmo
a ver si remediamos la distancia
y encontramos la manera de que
nuestros kilómetros
se desnuden más allá de la ropa,
ya sabes, de esas veces que molesta hasta la piel
Dime, ¿de verdad no te puedes quedar a dormir?.
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