jueves, 30 de abril de 2015

Desde que me conozco.

La habitación sigue oliendo a ti.

Desde la ventana se divisa todo París 
concentrado en el banco 
donde decidiste mentirme por última vez.

Te ibas sin quedarte nunca más, 
y lo hacías por mi.

Supongo que fue el único momento 
de las quinientas noches de Sabina 
que ha durado nuestra relación, 
donde pensé: 
ojalá te hubieses ido por ti.

Me habrías ahorrado la necesidad de odiarme; 
de ver tus huidas asomando al intento de vida 
de todas las mañanas.

Me han preguntado hoy, 
en unas de esas conversaciones 
que empiezan de madrugada 
y terminas por llevártelas a casa: 
¿desde cuándo te conoces?

He pensado que si fuese Bécquer, 
respondería que me conozco desde que te conozco a ti.

Si fuese Bukowski, 
quizás habría dicho que me conozco 
desde que conseguiste que me corriera encima 
solo con el roce de tu lengua, 
que a pesar de haber rozado 
otras cientos de ganas, 
el orgasmo me supo a exclusividad.

Pero los ojos que me preguntaron 
no me dejaron mentir.

¿Desde cuándo me conozco? 
Desde que creo no hacerlo.
Desde que me perdí.
Desde que no tengo tus gemidos 
para quedarme a vivir.

Y ahora que puedo hablar de mi 
sin mencionarte, 
voy a escribirme una carta redescubriéndome, 
si llega a tus manos deshazte de ella, 
que no quiero que sea cierto eso de enamorarnos 
en la octava vida que tiene un gato 
y nadie recuerda, 
en la noche quinientas uno de aquel poeta:

Soy de libros y de noches frías, 
de tormentas, de cientos de mantas 
y olor a palomitas.

De la última fila de un cine vacío 
donde nuestros besos no molesten al personal.

Estoy hecha de poesía, 
de versos cosidos con saliva; 
de valentía programada para activarse 
cuando parece que la guerra, 
que siempre viste en sudadera, 
me ha ganado la batalla.

Soy de las de ir por delante 
dejando que el mundo visualice 
como se ven mis tobillos desde atrás, 
y aunque mi talón de Aquiles 
cada vez se parece más 
a la cuerda vocal que me activas en los orgasmos, 
nunca admitiré que te debo todos mis errores.

Sería regalarte mis mejores parrafadas 
y confesarte que he descosido todas las bragas 
para que se caigan solo con mirarme.

Vivo constantemente con las ganas 
de conquistar un lugar que no existe, 
y en esta lista de imposibles, 
no voy a mencionarte.
Por orgullo al arte.

No he sido nunca la primera en llegar, 
ni en rendirme, 
no he sido la primera en alborotarte los cajones 
ni en ordenarte las ideas, 
no he sido la primera en derrumbarme 
ni en recomponerme, 
pero he sido la última musa de carretera 
dispuesta a descolgar las piernas 
al borde de tu copa 
y pedirle al camarero 
que no decaigan las rondas, 
que por un rato más entre tus hielos 
yo me hago la interesante 
y guardo bajo llave mis ganas de besarte.

Soy de instintos poco básicos 
y muy complejos, 
de cruces de piernas a destiempo; 
de dar la vida con gracia, 
y de guardarme las gracias 
mientras me quede vida.

No se estar nunca en el lugar que debo, 
ni en el momento justo; 
el tiempo y yo somos enemigos enfrentados, 
dijo que lo pondría todo en su lugar, 
y tu lado de la cama sigue tan vacío 
que he decidido llenarlo de poesía.

Que la poesía siempre ha sido hogar, 
y el hogar te hace volver a casa por Navidad.

No soy un zorra indecente 
ni una princesa de exquisitos modales, 
pero si me das a elegir entre astucia o elegancia, 
me quedo con la primera, 
que en un mundo de perras todo es sobrevivir.

Lo cierto es que entre todo lo que soy 
cuando estás 
y todo lo que soy 
cuando te vas, 
solo caben unos pasos.

Los tuyos, 
que suenan aprisa a otro momento distinto 
de otro día distinto 
con otros planes distintos 
que han elegido la elegancia 
en lugar de la astucia, 
y terminan dándose de bruces 
con la misma historia de siempre.

Y te juro que en esa, si prefiero ser princesa.

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