domingo, 31 de mayo de 2015

A todas partes contigo, a todas las partes de ti.

He contado a tientas 
cuantos pasos separan tu casa de mi falda, 
y las cuentas nunca dan el mismo resultado.

Quizás por eso me declaré poesía 
y dejé a un lado todos los números 
que no eran capaz de encerrar las cientos de veces 
que mil motivos no eran suficientes.

Para quedarte o para marcharte.

He desayunado con tus dudas un café tan amargo, 
que supongo que en comparación, 
todas las despedidas me parecen dulces.

Y si encuentro miel en el sonido de unos pies 
que no volverán hasta el siguiente recuerdo suicida, 
entonces estoy tan perdida 
que no me encontrarás por muchos versos 
que lleve cogidos a las muñecas.

Vivo al compás de otras políticas 
encerradas en parlamentos de piernas largas 
donde se compran votos con tu nombre.

Se te rifan la bragueta.

La de aquel vaquero que lleva en la etiqueta:
‘’a todas partes contigo, a todas las partes de ti’’.

Y te quiero aun en otras manos. 
Y te quiero por mucho que te juegues la boca 
a que esta noche algún escote 
no te recuerda a Noviembre, 
y acabes malgastando los labios por otras rodillas 
sin importarte que has perdido la apuesta 
y que de vuelta a casa, 
vas a tener que vértelas con el calendario.

Que el invierno no perdona 
por muy bien que te queden los trajes de baño.

Y ahora voy a descubrirte el secreto de todo esto: 
no hay poesía perfecta, 
y si pretendes que lo sea para poder follarte el corazón, 
siento decirte que en tu caja torácica 
va a hacer más frío que en toda Siberia.

Y no voy a dejar que vengas a dormir bajo mi puente: 
aforo lleno
Todos los suicidas han venido a hacer el amor con la vida.

Me abro en canal para que escuches mejor como late, 
a ver si el ritmo te recuerda a alguna de aquellas canciones 
que te hacen sentir a salvo, 
y relacionas mis costillas con tu hogar.

Y te quedas a vivir.

Que se que esto es un mundo de cuerdos, 
y que me he equivocado de época, 
pero no existen las casualidades perfectas, 
y nunca nadie atina con el regalo del primer aniversario.

Pero no me preocupa que ya nadie grite sus ideales 
si no hay dinero de por medio, 
ni siquiera me preocupa que todos hayan olvidado 
que está permitido ser cursi un par de veces al mes; 
que el aspecto físico es importante 
pero que si no hay dentro alguna historia 
que despierte las ganas de besar tu pasado, 
el color de tus ojos siempre será opaco; 
no me preocupa siquiera 
que la Iglesia siga respirando 
cuando hace siglos que Nietzsche acabó con ella, 
porque lo cierto, 
es que mis órganos vitales se siguen activando 
en todas tus guerras 
y se han vuelto expertos en quitarse las balas del costado 
y guardarlas en la caja de debajo de la cama donde pone:
‘’Todas las veces que te sobreviví’’.

Y que siempre quede otra, 
porque en algunas ocasiones 
hay que morir repetidamente para sentirse vivo.

Y sí, se lo incongruente que resulta, 
pero cielo, 
bienvenido a la poesía. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Siempre nos quedará París.

Todos los lunes vuelvo a perderte.
Los lunes nunca hay bares abiertos 
donde invitarnos a una cerveza 
porque no somos capaces de invitarnos a una vida.

Los lunes nadie despierta con ganas, 
y todas las camas se vuelven superficies unilaterales.

Los lunes todo el mundo vuelve a la rutina, 
y aquellos amores que luchan diariamente 
contra sus kilómetros, 
se vuelven a casa sin la mano 
que se posa encima de la suya 
cuando cambia de marcha mientras conduce.

Los lunes no nos enfadamos, 
así que no solemos hacer el amor.

Los lunes son ordenados, 
como un montón de sábanas planchadas 
y perfectamente dobladas 
dentro de un armario que no entiende de locuras.

No hay manifestaciones 
ni nadie que proclame a los cuatro vientos 
que se ha enamorado de la chica más guapa de su ciudad.

No podría hacerse el día del orgullo gay, 
porque a un lunes no le queda bien ningún color.

Los martes nadie escribe poesía. 
No hay libros mal apilados 
encima de una mesita de noche 
que no entiende de horarios para irse a dormir.

No hay luces encendidas pasadas las doce 
que te hagan tener esperanza en que igual alguien, 
en este momento cualquiera 
de un martes insignificante 
está burlándose de lo establecido 
y ha decidido que es la noche perfecta 
para hacer de femme fatale 
en el garito más sucio de la capital.

Un martes nadie grita: ¡soy el rey del mundo! 
Porque no hay mundos que anden con ganas de ajetreo.

Ni siquiera es día de encontrarse 
con tu causa perdida favorita al girar la calle, 
porque las piernas más bonitas 
están encerradas estudiando ese examen infernal 
del que solo pueden avisarte un martes trece.

En el que se te ha roto la barra color carmín, 
y no encuentras donde dejaste aquel disco 
que él solía tararear mientras 
te quitaba la ropa con tanto descaro 
que podías correrte solo con imaginar 
que verso le sentaba bien a sus modales.

Y sin duda alguna, 
sería uno de Bukowski, 
aunque no creo que escribiese los martes.

El miércoles es más divertido, 
tiene tantas letras que mientras lo escribo, 
me da tiempo a pensarte un par de veces.

Y cada vez que te pienso 
me dan ganas de hacerte el amor tres veces; 
tres por tres dan un nueve, 
justo las letras que tiene un miércoles 
para perderse entre los cientos de botones 
que voy a descoserle a tus camisas.

A ver si pierdes esa fea costumbre de vestirte.

Los miércoles dan clases de salsa 
en el local de debajo de tu casa.

Seguramente tus ojos vayan detrás del culo 
de alguna mulata 
que no se ha percatado de que sus curvas de infarto 
me están estropeando el miércoles.

Porque el miércoles 
ya tienes que empezar a ser mío.

Los miércoles suelo ver películas 
de amores imposibles, 
pero nunca las termino, 
porque para imposibles bonitos ya estás tú, 
y tus cien maneras de dejarlo todo a medias.

Los jueves siempre suena música ochentera, 
y alguna prenda con lentejuelas me mira desde el armario.

Los jueves es día de perfume 
y de ondas en un pelo rubio.

De ordenar el cajón de la ropa interior 
y de hacer planes con tus incertidumbres 
que queden en nada 
y así poder fingir que nuestras ganas 
se han encontrado por sorpresa 
en un bar de piernas largas 
y versos demasiado cortos.
Simples. 
Escuetos.

Los jueves nadie cena en casa, 
y el cine está lleno de parejas 
que definen el amor con el hecho 
de comprar un solo paquete de palomitas 
y un vaso de refresco con dos pajitas.

Y puede que sí, 
que ese sea el secreto, 
dejar de relacionar los latidos con situaciones complejas 
y comprender que no hay mejor amor 
que aquel en el que dos manos 
se encuentran en una butaca de cine 
y se entrelazan como si la película o la vida, 
tuviese más sentido cuando se rozan sus lunares.

Los jueves nunca son de vaqueros.

Y los viernes llevan tus manías. 
Tu camisa azul preferida 
y tu reloj parado desde el día 
en que te pregunté cuando pensabas volver.

Siempre has sido un cobarde muy guapo.

Los viernes la cerveza sabe diferente, 
y puedo invitarte a un cigarro 
aunque ninguno de los dos fumemos.

En aquel local todo está permitido, 
se llama París 
porque todas saben hacer un francés.

Los viernes acabas en casa.

Y me cantas suavito al oído 
que bebes rubia la cerveza 
para acordarte de mi pelo.

Los viernes duermo sobre tu pecho, 
y aprendo a restarle valor a lo que no haces, 
para ser capaz de hacerle el amor, 
sin miedo, 
a todo lo que si que haces.

Todos los viernes te conozco un poco más, 
y me confiesas pequeñas manías, 
como que eres incapaz de dormir con calcetines 
o que no puedes beber café sin comer galletas; 
como que siempre has sabido que eras complicado 
pero que desde que me conoces, 
ni siquiera te entiendes tú.

Los viernes vuelves a enamorarte, 
y nuestras ganas de que funcione 
se vuelven a reencontrar debajo de las sábanas.

Los sábados despiertas siempre conmigo 
y te escucho bostezar.

Me llamas ‘’nena’’ 
y preparas un desayuno para dos.

Me hablas en la cama 
de tus ganas de viajar al sur, 
de perderte entre las olas 
y hundir los pies en la arena, 
y de como el norte sin embargo, 
siempre termina ganando, 
y te ves atrapado en los mismos lugares de siempre.

Una ciudad que te absorbe 
porque no quiere perder 
la obra de arte que supones cuando te contoneas 
con ese aire de ignorar que tu existencia 
llena los locales de faldas dispuestas a elevarse 
por mucho menos de lo que me gustaría.

Sábados de celos, 
de mentiras piadosas, 
de orgasmos.

Los sábados nunca pareces tranquilo.

No hay secretos ni confesiones, 
ni manías, ni formas, ni modales.

No hay música que te adormezca los fantasmas, 
y mis besos pierden fuerza, 
como la cerveza que lleva abierta desde esta mañana.

Los domingos recoges tu camisa azul, 
y tartamudeas. 

Me miras preocupado, 
y me preguntas si estaré bien.

Los domingos nunca vemos películas 
ni comemos comida basura.
Ni siquiera hacemos limpieza general.

Los domingos siempre me llevas 
hasta el marco de la puerta cogida de la mano, 
me besas en la frente y sonríes, inquieto.

Te miro con ojos de domingo 
y me susurras al oído 
que siempre nos quedará París.

domingo, 24 de mayo de 2015

Mis doce perfectas formas de perderte.

Me han contado las señores de mi calle 
que te has paseado por allí.

Se ha llenado todo de vestidos 
y de zapatos de tacón; 
como si la vida hubiese despertado 
y no quedase en todo el mes de Abril 
ni una sola cadera que no se ofreciese 
a que descarrilases tus maneras por sus curvas.

Y todas han deseado a su descendencia con tus ojos.

Dicen que no has mirado hacia mi ventana, 
y que caminabas como si otra boca 
te hubiese lamido la memoria.

He dejado de ser la reina de tus recuerdos.

Y ahora que otras rodillas ansían tus besos, 
y que acaricias otro pelo. 
Ahora que tienes otro cuerpo 
al que prestarle tus camisas, 
y otros oídos a los que regalar promesas; 
ahora que nos has liberado 
de aquella cárcel que olía a paraíso 
y que el sexo no tiene nada que ver 
con el desastre de mi habitación 
ni con el cajón de la ropa interior, 
creo que puedo escribirte sentada 
en tu lado de la cama.

Con paciencia, con calma, 
con la serenidad de quien ya 
no tiene que darle explicaciones a una bragueta, 
ni convencer a unas cuerdas vocales 
de que los mejores versos son recitados 
por otra boca.

Leídos por otros ojos 
y guardados en otras manos.

Que los mejores libros 
son los que regalas con dedicatoria, 
y te despides ''con Cariño’’.

Que empieza por C de CONTIGO, 
con C de CUANDO ESTÁS, 
con C de CUANDO VOLVERÁS.

Te la envío a una dirección que no existe.

Mis doce perfectas formas de perderte:

Primera: nunca te guardé ningún secreto, 
y el misterio, como la magia, 
se fue descubriendo, 
hasta dejarme tan desnuda 
que mi talón de Aquiles y mi lista de defectos, 
se veían desde tu casa.

Segunda: dejé que mis orgasmos 
solo se activasen con tu cuerpo, 
y me deshice demasiado pronto 
de todos los candidatos a futuros bilaterales.

Tercera: puse todas las cremalleras 
tan a la vista, 
que se bajaban solo con mirarme.

Cuarta: mi pasatiempo preferido 
siempre era tropezar contigo, 
como si mis zapatos estuvieran predestinados 
a tu declive.

Quinta: nunca me importó subir a tu cima 
a esperar otra caída 
mientras escuchaba todo aquello 
de tu miedo al compromiso.

Sexta: dejé que colocaras en mi cama 
un calendario de visitas 
al que solo acudían tus encantos.

Séptima: me perdí contigo 
creyendo que te quedarías 
en aquel lugar sin nombre, 
y al final acabé sola entre 
cientos de definiciones del amor 
que nunca hablaban de quedarte conmigo.

Octava: no me importaban los cientos de escotes 
y las miles de piernas 
que protagonizaban tus sábados noche 
si el domingo necesitabas mi poesía.

Novena: te puse en lencería 
a todas mis debilidades 
y te las entregué a sabiendas de que 
todo lo que das a tu enemigo 
cuando bajas la guardia, 
se vuelve contra ti en el campo de batalla.

Décima: nunca pregunté a cuantas más 
con las mismas ganas, 
con las mismas palabras 
y la misma mirada.

Undécima: jamás te dije que te fueras o te quedaras, 
y jugué a desnudarme contigo 
en el sinfín de matices que hay 
entre esos dos extremos.

Doceava: nunca supe que hacer contigo 
cuando empezaste a importarme.
                       
                                                                                  Con todo mi cariño.

                                                                           Y cariño con C de: te espero en CASA.

viernes, 22 de mayo de 2015

Suenas en mi radio.

Sonaba en la radio 
‘’Tangled up in blue’’, 
Dylan siempre suena bien.

Decía que aquella canción 
le había llevado diez años vivirla 
y dos escribirla, 
y pienso en ti.

En las quinientas noches que te he vivido, 
en las quinientas una que te he visto morir.

Justo en la última, que no regresaste.

Y he recordado aquello de 
‘’quien bien te quiere te hará llorar’’
y he deseado que me hubieses querido 
un poco peor durante toda nuestra historia.

Que te hubieses olvidado de los aniversarios, 
que no recordases mi talla de pantalón, 
que todos los días tuvieses que volver a contarme los lunares 
porque tus ojos son incapaces de reencontrarlos en su retina.

Que no supieses el nombre de mi primera mascota, 
y nunca me hubieses preguntado 
que quería ser de mayor cuando no era tan mayor.

Que me hubieses querido peor 
por todas las veces que me has querido tan bien.

Te habría perdonado todas las faltas de elegancia 
y hasta la ausencia de buenos modales, 
si me hubieses querido mal, 
tan mal que no me hubiesen hecho llorar las canciones de Serrat.

También me ha venido a la cabeza, 
mientras desayunaba pensando en tus piernas, 
lo de ‘’nunca es tarde para bien hacer; haz hoy lo que no hiciste ayer’’.
Y he recordado el montón de fotos que no nos hicimos.

No se donde guardo aquella en la que sales desnudo, 
de espaldas, 
como si todo el universo te cupiese entre los hombros, 
entre dos huesos que se miran eternamente 
sin poder besarse.

No se hasta que punto es tarde para hacérnoslas, 
o si quizás es demasiado pronto 
para pedirte que vuelvas; 
que el objetivo de mi cámara 
se muere por hacerte el amor.

También he caído en la cuenta 
de todos los sitios por los que no hemos paseado, 
y me he maldecido por no haber sacado 
a tus pies más a menudo, 
pero lo cierto es que los he recordado desnudos, 
debajo de mis sábanas, 
y he vuelto a entender porque no solíamos pasear.

Tus dedos perfectos, 
con esa caída desde el pulgar al meñique, 
que me recordaba a la perfecta inclinación 
de la Torre de Pisa.
Y toda la Toscana deja de parecerme bonita 
en comparación a tu cuerpo.

He pensado después en ‘’amor con amor se paga’’
y joder, 
si me dejas que te devuelva todo este tiempo, 
tendrás que negociar con el gato de tu tejado 
un par de vidas más.

Mientras tanto, 
yo estaré pidiéndole a Phileas Fogg 
que me enseñe como dar las ochenta vueltas a mi cama 
y acabar tropezando siempre con tus manos.
Como tropezar los trescientos sesenta y cinco días 
que tiene un año 
con la misma piedra, 
y follarnos desde el suelo, 
que cuando alguien nos hable de caídas, 
nosotros las relacionemos con gemidos.

Con poesía.

He recordado también que 
‘’quien adelante no mira, atrás se queda’’
y creo que es la forma más cobarde de confesar 
que vives en una eterna espera 
atrapada en un reloj que entiende de botones 
y ha decidido pararse hasta que te sientas mejor.

Como quien espera un puesto de trabajo 
en tiempos de crisis, 
como un suicida en busca de un motivo.

Quizás como esperaba aquella chica 
en el muelle de San Blás, 
mientras Maná le cantaba con su voz ronca, casi rota.

Porque el paso de los días vuelve ronco cualquier latido.

Y cuando estaba a punto de quedarme dormida: 
‘’el que la sigue la consigue’’.

Y entonces dime hasta donde tengo que seguirte, 
que voy a preparar la maleta.
Dime que vestido quieres que lleve, 
y que ropa interior necesitas que me ponga 
para despertarte las intenciones.

Que si para conseguir que te vengas 
a vivir a mi habitación 
necesitas que te siga 
a cada uno de tus viajes sin puerto, 
te juro que me muero por hacerte de faro.
De canción.
De destino.

Que te sigo hasta que se te duerman los miedos, 
y me dejes quererte mal 
por todas las veces que me quisiste bien, 
y hacer hoy lo que no hicimos ayer.

Prometo buscar tu foto desnudo, 
y guardarla en la retina 
con mucho más empeño del que pones tú en mis lunares.

Hasta que me dejes vivir contigo 
mirando hacia atrás 
porque todo lo de delante no tiene tus caderas.

Hasta que seas tú quien me sigas de puntillas 
devolviéndome en cada paso 
todos los domingos astrománticos 
que han sonado en mi radio 
antes de conciliar el sueño.

Y soñar contigo. 

viernes, 15 de mayo de 2015

Son tiempos fáciles para los soñadores.

Dime si quieres un revolcón 
y puedo recomendarte ese bar donde los escotes 
se pasean con tan poca gracia, 
que si tuviese que escribir 
sobre alguna de sus virtudes, 
solo podría destacar la caída.

Ni uno solo de sus lunares.
Ni una mancha con forma de corazón.
Ni un tatuaje escondido 
con un significado que no dirán en la primera noche.
Ni secretos que salgan con paciencia, 
ni paciencia para descubrir tus secretos.

Pero si quieres enamorarte, 
entonces déjame que te diga 
que te dediques a leer, a viajar, a descubrirte.

Equivócate 
y cómprate un billete de avión sin vuelta.

Madruga para pasarte la mañana 
con esas películas en francés 
que despiertan el lado romanticón.

Y enamórate de todo lo que haces.

Cómprate ese pintalabios ‘’rojo descarado’’ 
y piérdete en tu boca, 
que a veces no se necesita ninguna otra.
Al menos, no cualquiera.

Déjate el reloj en casa, 
que justo el día que te olvides 
de que llegas a los treinta y pico 
y en tu mesita de noche sigue sobrando un cajón, 
alguien aparecerá para hablarte de poesía.

Descubrirás que se pinta las uñas 
solo para no comérselas, 
y que en las de los pies 
siempre lleva color aunque sea invierno.

Que nunca encuentra la pareja 
del calcetín que se iba a poner hoy, 
y termina por elegir dos 
que no se diferencien demasiado.

Vas a saber que cuando no quiere pensar 
no se va de copas, 
se tapa hasta arriba 
y se dedica a leer otras vidas 
en un intento de salvar la suya, 
que se tambalea sobre unos tacones 
que le vienen grandes.

Conocerás un tatuaje que se hizo a los quince años, 
en ese lugar escondido 
que conmemora a aquella heroína 
que venía a tu rescate con un silbido.

Y alguna madrugada, 
cuando baje la guardia, 
te preguntará si acudirías con su silbido.

Va a contarte que un día le dolió el corazón, 
y que usa gafas cuando está sola.

La verás discutir con ella misma 
cuando no consigue llegar hasta donde tenía previsto, 
y reírse a carcajadas de uno de esos chistes 
que solo ella entiende.
Y que acabarás comprendiendo.

Déjala ser ella misma, en todas sus versiones.

Y cuando llegue el día 
en el que te recite de memoria 
aquel poema de Bécquer que decía 
‘’sobre la falda tenía el libro abierto…’’
sentirás que has redescubierto la poesía.

En otra boca.
En otras manos.
En otros ojos.
En otros lunares.
En otros defectos.


Y por primera vez 
desde que viste la película de Amelie, 
podrás contradecir su famosa frase 
y afirmar 
QUE SON TIEMPOS FÁCILES PARA LOS SOÑADORES. 

martes, 12 de mayo de 2015

Historias de clase.

Daniela tenía el pelo rubio, casi rojizo, como si escondiera un atardecer en la melena.
Los ojos grandes y verdes, y las piernas tan largas que podías confundirlas con una de las enormes calles de Nueva York.
Solía vestir de lunares, y su piel, incluso en los días más fríos del año, tenía ese color canela que cualquiera del norte habría envidiado.
Vivía sola con su padre, e imagino que era él quien le encargaba todas las faldas por debajo de la rodilla.
Aunque muchos de clase se conformaban con sus tobillos, y su sonrisa.

Aitor siempre suspendía las matemáticas, quizás porque su cuenta favorita era sumar los centímetros que hacía falta que se le subiera la falda a Daniela para sentir que el día había sido productivo.
Tenía la boca grande y la cara llena de pecas, sus ojos azules se movían con perspicacia por todos los culos hasta clavarse en el de ella.
Eran tan grandes que en ellos habrían cabido cientos de números de teléfono, de sujetadores, de citas y besos, pero a Daniela nunca le parecieron tan inmensos.

Detrás de Aitor estaba Lucía, que llevaba unas gafas enormes y el pelo tan rizado que resultaba divertido. Tenía la tez muy pálida, tanto que solían llamarla ‘’la chica transparente’’.
Sobre el labio se le dibujaba un lunar sexy, aunque creo que nunca nadie se lo dijo.
Era baja y callada, se reía poco y trataba de no hablar demasiado. Se pasaba las clases leyendo libros que la profesora no había recomendado, y anotando en una libreta como se le ondeaba el pelo a Aitor cuando se iba en moto del instituto.
Aunque él no supiese si quiera que tras de él había otro pupitre.
Lucía no caminaba contoneándose, ni se delineaba los ojos, ni conocía el carmín, pero lo cierto es que sabía más de mitología y de astrología que cualquier profesor de nuestro instituto.

Al lado de Lucía estaba Marta, que fumaba a escondidas y llevaba pendientes imposibles.
Marta tenía el pelo corto, casi como un chico, y miraba de reojo el lunar de Lucía , aunque hubiesen pasado por su cama todos los tipos duros de secundaria.
Llevaba camisetas anchas y vaqueros rotos, y andaba con tanta desgana que no despertaba ninguna sonrisa.

Delante de ella estaba Hugo, que solía vestir en camisa y engominarse como en una de esas series de época.
Sus camisas eran en tonos pastel y sus pantalones en cientos de marrones. Copiaba aprisa lo que decía la profesora y nunca hablaba sin levantar la mano antes, turno de palabra o algo así, lo llamaba él.
Tenía los ojos tan pequeños que cuando reía se quedaba sin ellos, y normalmente llevaba un toque rojo en las mejillas y una boca de fresa.
Miraba casi de forma inconsciente a Lucía, que estaba guapa cuando le daba el sol de la ventana y sonreía leyendo uno de sus libros.

Después estaba Ángel, un chico gordito con granos que no necesitaba más que un vaso de chocolate caliente y algo de repostería para tener un motivo por el que levantarse del pupitre en los cambios de clase.
Normalmente llevaba las comisuras manchadas de chocolate y su diminuta nariz se escondía entre dos enormes mofletes.

Ángel solo prestaba atención cuando era Martina quien daba la clase, que llegaba con sus faldas de tubo y sus camisas estrechas.
El pelo recogido en un moño desenfadado y algo de color en los labios, con algún mechón suelto que se recogía con dulzura detrás de las orejas.
Daba clase de literatura, y lo cierto es que La Celestina sonaba mucho mejor cuando los versos se escapaban de su boca.
Solía preguntarnos que tal el fin de semana mientras nos sonreía como si no supiese como eran los fines de semana de un adolescente.
Y cuando le contábamos, la historia más interesante siempre era la de Ángel.

Por mucho que pasaron los cursos, ninguno cambió.
Daniela y su culo, Aitor y sus pecas, Lucía y sus libros, Marta y sus maneras, Hugo y su pelo engominado, Ángel y el chocolate y Martina con su dulzura.

El caso es que hace nada, me encontré con Aitor en una cafetería del centro, nos tomamos unas cervezas y me estuvo contando que se había casado un par de años atrás con Mónica, una chica algo mayor que él, que habían tenido dos hijos, Antonia y Martín, y que todo había ido bien hasta que una noche de copas con sus compañeros de trabajo se había reencontrado con Daniela, que estaba más guapa que nunca.
Hablaron, bebieron, y se besaron, un beso que fue casi imperceptible, uno de esos besos tan suaves que te adormecen las defensas.
Después de tantos intentos, de tantas cartas, de tantas invitaciones, en definitiva, después de tantos años tenía a Daniela mirándole.
Me dijo que se había dado cuenta de que lo conocía todo de ella menos su forma de mirar, quizás porque nunca había detenido sus ojos en él.
Y se sintió triste. Esa noche volvió a casa con el número de Daniela grabado en el teléfono, y ese olor dulzón que la caracterizaba pegado a la camisa.
Al día siguiente, al despertar, vio como le miraba Mónica, y pensó que no había visto jamás unos ojos que le mirasen con más amor.
Y la mítica Daniela desapareció de su lista de imposibles.

Me habló de Marta, la eterna rockera, me dijo que solía tocar con su grupo en un local ochentero cerca de casa.
Que había estado liada con Matías un amigo suyo, y que después de varios años, ahora vivía con una mujer, una tal Lucía, profesora de literatura universal en el colegio de sus hijos, que había estado casada con Hugo, aquel chico repeinado del instituto: ‘’¿lo recuerdas?’’
Y me preguntó si la conocía.
Pelo rizado, piel blanca y un lunar sexy encima del labio.

Hugo se había ido al extranjero, estaba preparando una tesis sobre no se que fenómeno natural.

Entonces fui yo quien le pregunté por Ángel, me dijo que había perdido treinta kilos y que trabajaba de monitor en el gimnasio del centro, lo más sorprendente es que estaba casado con Martina, la profesora de literatura, que según él, seguía con esas faldas que te hacen perder el sentido.
Se llevaban casi 20 años, él tenía 29 y ella 44, pero ¡que 44 años!

En ese momento le sonó el teléfono, era Mónica, Martín había vuelto a suspender matemáticas por estar distraído en clase con no se que chica rubia.
Se fue rápido, despidiéndose con un abrazo.

Y pensé en lo caprichosa que era la vida, que entrelaza destinos para darte la posibilidad de desmitificar a quien nunca te miró, o para ponerte en el camino a quien siempre supo apreciar tu magia.

domingo, 10 de mayo de 2015

MM.

Quiero pensar 
que si aquel grupo ochentero 
te hubiese conocido, 
si la vibración de las cuerdas de sus guitarras 
se hubiesen topado con ese aire de tus caderas 
que despertaban las ganas de matrimonio, 
habrían cantado para ti aquello de: 
‘’y esos ojos que al mirar casi hacen daño’’.

Todos los pintalabios rojos 
iban a parar al espejo de tu baño, 
y no encontró la miopía mejor vistas 
que las de tu retina. 

No había en todo Hollywood 
ningún espectáculo tan erótico 
como el vuelo de tu vestido blanco. 
Se ondeaba con la gracia de una bandera 
que ha encontrado el sitio adecuado por el que luchar; 
dos piernas por las que pasar a un segundo plano. 

Dime cuantos kilómetros 
te cabían en la sonrisa 
y de que forma conectaba aquel lunar 
con la comisura de tu boca, 
jugando a cambiar de sitio 
cuando algún piropo te robaba la risa. 

Que tú le regalaste a los cincuenta 
otra definición del sexo: 
‘’la forma perfecta 
en la que encajaban 
los huesos de tus hombros’’.

Creías que tu mejor perfil era el derecho, 
sin saber que cualquier pintor del Renacimiento 
habría sacado los pinceles 
solo para dibujar tu silueta.
Que cualquier artista 
habría derrochado todo su arte por fotografiarte 
uno de aquellos rizos rebeldes 
que se te descolgaban con esa gracia 
que solo tiene la inocencia. 

No había pisos céntricos 
ni ramos de flores 
que te hicieran feliz, 
y toda la fama que revoloteaba por tus caderas 
desconocía que por la noche 
solo hacías el amor con tus fantasmas.

No te mataba la ausencia 
pero te devoraban las cientos de manos 
que jugaban a quererte. 

Tus medidas descorrían más telones 
y llenaban más teatros 
que cualquier otra actuación de prestigio.

Cuantas mujeres no desearon 
que se te cayera el rubio 
y tus ojos se volvieran oscuros, 
y cuantos hombres pagaron 
por unas entradas de cine 
cuando eran tus rodillas desnudas 
las que ocupaban la gran pantalla. 

No importaba que lugar tuvieses 
dentro de la función, 
porque en el papel de la vida, 
eras el centro de todas las miradas. 

Pero tus días siempre fueron 
un cúmulo de oportunidades 
que te resultaban tan insípidas 
que dejaste de verle sentido a ser quien eras, 
y como si toda la fama no oliese a nada, 
como si todo el reconocimiento 
hubiese perdido su valor, 
te dejaste ir. 

Tú, 
qué habías sido la personificación de la primavera, 
te marchitaste.


Y aun no se muy bien 
si perdiste la vida 
o si fue ella quien te perdió.

Te llevaste los años cincuenta 
en un frasco de Chanel nº5.