miércoles, 30 de noviembre de 2016

Tenía que ser amor.

Me hubiese gustado que la vieras. Desnuda, frente al espejo del baño, pasando la yema de sus dedos por todas las cicatrices que no borra el paso del tiempo. Ni el ir y venir de besos sucios y obscenos.

Ella no leía mis poemas. No compraba mis libros. Pero pensaba tanto en mi que la sentía de lejos, latente, como el pecado que nunca se termina de saldar.
Ojalá la hubieses visto cuando me quería. Como se contoneaba por los pasillos hechos trizas de mi piso en las afueras. Como renegaba de mi vida pero se quedaba. Y cuando se desvestía, algo que nunca he alcanzado a entender, cambiaba. Como si de repente la ventana de mi habitación tuviese vistas a la Torre Eiffel, y no a un patio interior oscuro con vecinos que no soportan el ruido de la cotidianidad.

Manuela nunca llegaba tarde,
tenía a los relojes de su parte,
y el mundo entero parecía esperarla.

Dejé de saber quererme justo el mismo día que ella lo hizo. Todo mi amor propio se fue por el sumidero la última vez que hicimos el amor en la bañera. Hace días que no me ducho, y destilo olor a autocompasión. Una mezcla insoportable entre querer perderme y asumir que no se a donde ir.
Quizás este sea mi lugar, morir acariciado por versos de Bukowski, recordando las pecas de Manuela, que bailan en la yema de otros dedos, de unas manos que sin conocerlas, las detesto.

Un día el frío se le metió dentro. Ya no quería drogarse, ni follarme, ni calmarme. Ya no molestábamos a los vecinos, porque la soledad es silenciosa, aunque aun no se hubiese ido de casa.
Y empecé a saber que aquello era amor, aunque ella ya no lo sentía. Era amor porque no se me ocurría otra cosa. Hacía días que no se me ocurría nada más.

Nada más que ella. Y claro, era amor.
Por mucho que toda la habitación pareciese un iceberg enorme, en mitad del océano con una ventana que da a mar abierto. Hace tanto frío.

Porque Manuela siempre sabía el punto exacto de la calefacción, pero la última semana se le cogió al pecho Siberia, y ya nunca hablábamos de vacaciones en el sur.
Hoy me he topado conmigo mismo deambulando por la cocina. Hundiendo los dedos en mermelada de naranja amarga. Y me he dado pena. Las farolas son lo único que ilumina la estancia, de un color amarillo que me recuerda a los dientes del que fuma compulsivamente. No hay una sola estrella en el cielo gris de esta ciudad de la que no recuerdo el nombre, que quiera acompañarme a fingir que no me importa no tenerla.

He cerrado fuerte los ojos y me he visto rodeado de minas. Y he sentido que cruzaba la frontera de un lugar del que no me sentía parte, y al llegar al otro lado, tampoco me sentía en casa. Apátrida de mi propio yo.
Después se encendían un centenar de luciérnagas. Parpadeaban hasta que despertaba. Y solo había una bombilla encendida en toda la casa que titilaba haciendo un ruido espantoso; y recordé el cartel rojo del bar de carretera que he estado visitando desde que me dejaste, en un intento de sobrellevarme.

Ya sabes que casi todo el tiempo soy insoportable.

Hoy hace semanas que Manuela se fue, y mi editor dice que he escrito lo mejor de toda mi trayectoria. He estado a punto de volarle la cabeza. He sacado el arma y se la he pegado a la sien. Todo a mi alrededor se ha quedado congelado.

Estoy fuera de mi mientras te llevo muy dentro. Tan fuera de mi que me recuerdo a alguien que no existe. Te he querido sintiendo que no era yo, y te he querido mejor.
¿Por qué no vuelves Manuela?
Quizás,
tal vez,
sepa hacerlo mejor.

Ya no hay rastro de las luciérnagas. Ahora todo son termitas y me siento el corazón de madera. Ojalá me quede poco de vida, y cuando te llamen para decirte que he muerto, leas todo lo que te he escrito, y hables bien de mi.

Porque vamos Manuela, ¿quién en su sano juicio hablaría mal del difunto?

Te llevo una muerte de ventaja, pero aunque esta partida vaya a ganarla, es que joder, tú siempre estás tan guapa.  Pónmelo fácil, y cuando vengas a mi funeral, quítate esos ojos de encima y déjate el culo en casa.
Voy a contarte un secreto Manuela, me he cosido al paladar mi último poema, para volver a tenerte dentro de mi boca:

‘’Tenía que ser amor,
porque cuando ella dejó de quererme,
 dejé de hacerlo yo.’’

 
 

 

 

martes, 29 de noviembre de 2016

Qué difíciles son los tiempos felices.

Y sé que un día voy a llorar tanto que me escucharás desde tu nueva vida, pero hoy no, hoy ni siquiera voy a decirte en lo que estoy pensando, porque tendrías que besarla, a ella, claro, porque a mí me cogerías el mismo asco que le tengo yo a nuestro final repetido. De tanto vivirlo. De tanto quererte cuando no te querías ¿recuerdas?

Que difíciles son los tiempos felices.

Hoy me han preguntado que me llevaría a una isla desierta. ‘’Algo de valor’’, añadieron. Así que me llevaría tu nota de despedida, porque hay pocas cosas más valiosas que una nota de despedida, dicen más del que parte de lo que le gusta admitir al que se queda.

El problema de no ponértelo fácil a ti, es que me lo pongo jodidamente difícil a mi, y lo cierto es que no se que prefiero. ¿Cuáles son las últimas bragas que guardas en la retina?

La última poesía que se te durmió en los oídos. Que es lo último que recuerdas de nosotros antes de que no fuésemos más que el intento de ser cualquier cosa con sentido.
No común.
Sentido original.
Tan originalmente nuestro, tuyo y mío, que el nosotros no supo hacerse hueco.

Tengo los pies empapados así que todo el bar se ha girado a mirarme los tobillos. A fuera no llueve, y les miro ¿de veras creéis que no lo sé? Pero es peor una guerra interna a cualquier temporal. Y si no lo sabéis, menudo amor de mierda.

El propio y el compartido.
Me ha enfadado tanto que te fueras, que he fingido tu muerte. He llorado con las vecinas, he comprado flores y me he vestido de negro. Hasta he follado con otro en nombre de tu amor y los poetas me han perdonado, porque el despecho siempre tiene hueco en la poesía.
No dejo de pensar en aquello de que el tiempo pone a cada uno en su lugar. Dime entonces, ¿qué pasa con quienes no tienen lugar? ¿qué pasa si el lugar ya no está?

Me siento atada a una religión en la que no creo, ahogada en oraciones de mierda que no resuelven dudas. Ni desbancan miedos.
Dios nos está poniendo a prueba. A prueba de balas que chocan siempre contra la misma cabeza. Apago todas las luces y me tumbo en la cama. Cuando despierto, siempre es domingo y no hay rastro de la bala.

Y vuelta a empezar.
¿Qué el tiempo pone a cada uno en su lugar? Eso debió decirlo alguien que estaba justo donde quería estar. Pregúntale a quien se queda después de todo, si el tiempo ha hecho algo por él. Pregúntale a la madre que lleva días apretando la cabeza de su hijo muerto contra su pecho si sabe algo de lugares acertados.

La vida es tan relativa que no me sorprendería contarle a alguien como nos despegaste de cuajo y que me dijera que no es para tanto.
La existencia humana no es para tanto y sin embargo, somos los impulsores del progreso. El animal racional que mata porque el otro piensa diferente. La era de la tecnología en la que avanzamos en la comunicación mientras olvidamos charlar en una mesa con amigos.

Todavía hay alguien que no me dejaría llamarte cobarde. Que ironía.

Un día voy a llorar tanto
que me oirás desde tu nueva vida,
porque recordar tiempos felices
siempre nos pone enormemente tristes.
 
 

jueves, 24 de noviembre de 2016

Dualidad.

Estoy intentando entenderte hasta sentirte. Hasta hacerte mío aunque seas de un lugar que no conozco. Aunque duermas entre sábanas que no huelen a mar y te hayas alejado tanto del sur que me duela el norte como si llevase el frío hundido en cada uno de los huesos de mi columna vertebral.

He heredado un mapa manoseado con manchas de café, y alguien sin nombre ni apellidos me recuerda a mí. No me alcanza el amor para tanto vacío, y lo siento, pero hay distancias inabarcables. ¿En qué momento del poema llega la catarsis?

No soy cobarde porque reconozco que quiero quedarme, aunque me vaya. Y no ser cobarde no significa ser valiente. No ser cobarde es reconocerse.
Reconocer que sabías de la trampa pero fingiste ser ratón. ¿Y qué? ¿Quién va a decirte que deberías no haber caído? La vida se divide en los que deciden no caer y en los que se rinden a la evidencia de que escapar del abrazo no significa terminar con nada.

O eres de los que aprietan el gatillo contra su propia cabeza o eres de los que corren después de haber disparado contra el otro.
Tengo medio mundo adentro gritando en nombre de una ciudad en la que nunca se venden libros en la calle. Ni se regalan flores con tarjetas simples para vidas complejas. Alguien me pide que rinda obediencia a quien exige mi sumisión. Como un gato callejero al que le faltan vidas.

Todo lo que eres se va contigo. A donde vayas. Y puedo ser muy estúpida para librarte de la culpa. Puedo acostarme con tu mejor amigo para convertirte en un famoso escritor, ya sabes, la gente feliz no escribe.
Háblame de tus traumas.
De los que solucionaste.
De los que no pudiste.
Y de los que no quieres deshacerte.

Aunque en realidad, son los últimos los únicos que me importan: traumas por convicción propia, porque es mejor vivir en el error que caer en el acierto.
Hoy me he dado cuenta de que te fuiste de casa para dejar de oír a tu conciencia, como quien apaga el televisor cuando bombardean Siria. ¿Soy para ti un conflicto internacional entre tus hemisferios?

Ya no voy a besarte en ninguno de los días de mi vida y nunca ningún día de mi vida ha tenido tan poco sentido.
Tan poco sentido escribir a quien lee para otra.
En otra habitación frente a otra ventana desde la que se ve diferente la luna. Más grande, como un queso redondo que me recuerda que una vez fui ratón y me dejé caer en la trampa. Sin patalear, como el condenado a muerte que asume con entereza su final.

¿Algún pecado capital?
Todos. ¿Qué es sino vivir? Pecar hasta que te nieguen la entrada al reino de los cielos, porque yo no creo en nadie más que en ti. Y fíjate para lo que me ha servido.

Matar en nombre de un Dios misericordioso. Como un títere al servicio de otro.

Estoy usando palabras que otros han gritado. Palabras que otros han escupido. Palabras que se han usado para hacer temblar algún corazón, a veces el propio a través del ajeno. Como casi todo en la vida.

Porque lo que es propio a través de lo ajeno, es doblemente propio.
Y de repente todo se convierte en lugar. Que no destino. Porque los destinos limitan mientras que los lugares abarcan. Todo se convierte en lugar donde contener el aliento, porque hay cosas que desaparecen con solo respirar.

No quiero escucharte los pulmones, quiero sentirlos quietos, como bestias que se amansan abandonándose a su suerte.

¿Buena o mala? Y es mejor que sea mala para ser capaces de apreciar la buena. ¿Sabrías lo que es vida sin muerte?
He respirado. Joder. He respirado y ya no hay lugar.

Y claro, ¿a dónde van dos personas que no encuentran su lugar en el mundo?
Contengo el aire y me concentro, pero hay quien solo sucede una vez. Me lloran los pulmones y me acuerdo de un millón de enfermedades que te paran el corazón.

Seguramente no hagamos nada demasiado grande, pero guardo la nota que me escribiste después de marcharte:

‘’Nunca se si irme
o si quedarme:
dualidad’’.

martes, 22 de noviembre de 2016

Días tristes y libros preferidos.

El día más triste de mi vida me dijiste que llegaría a ser feliz. Que ironía. El día más triste de mi vida me dejabas un cadáver sentimental en el salón de casa, con el ataúd cerrado porque el muerto estaba irreconocible. Todos hablaban de sus vidas, con esa manía que tiene el ser humano de ser el centro de todo, incluso aunque no conozcan al difunto. El centro del día más triste de mi vida, ni siquiera era yo.

Llevaba días poniéndome la ropa interior negra, y la pasta de dientes ya nunca era de fresa. Y me iba al trabajo y volvía a casa, y comía y dormía. Como un animal herido que sigue con su vida cuando su dueño se va de vacaciones y le abandona en cualquier arcén. La inercia de los días. La angustia del ir y venir de acontecimientos que no te esperan, de personas que siempre preguntan lo mismo, de colores que siguen sin sentarte bien.
Hoy he recogido todo el piso, he amontonado toda nuestra vida en unas cuantas cajas de cartón, y te he vomitado por todas las esquinas. Siete me mira desde el rincón más oscuro, ya no le toco porque su ronroneo me recuerda al tuyo. Al sonido con el que te desperezabas. El día siguiente al día más triste de mi vida te odio.

La chica de la biblioteca dice que has pasado por allí. ¿A quién le lees ahora en voz alta? Todo gira con demasiada fuerza y me recuerdas a un huracán que mueve las páginas de mis libros preferidos y caigo en la evidencia de que coincidimos con cada uno de ellos, con los párrafos más amargos, justo en el momento en el que ella no llega al aeropuerto, en el mismo instante en el que él no encuentra los motivos para quedarse a su lado, en la línea que dice: ‘’lo siento pero tengo que marcharme’’.

El día más triste de mi vida descubrí que eras mi libro preferido, mientras todos los vientos del norte soplaban en el edificio más frío de Madrid.

¿Cómo se puede echar tanto de menos aquello que siempre ha sido un error? Se me acompasan los órganos vitales mientras se me descuadra la vida tan rápido que no me da tiempo a guardar nada para cuando me sienta mejor. ¿Y si no me siento mejor? Eso no lo había pensando. Si no llego a sentirme mejor no tendré que guardar nada porque el después del después no será distinto a ahora.

Como mucho polvo, que siempre vuela más fácil que el recuerdo. O más rápido. Como mucho polvo gris que nada tiene que ver con la vergüenza de que nos hayan pillado follando en el baño de cualquier bar. Polvo que huele a hueso triturado, a saliva ácida que corroe la piel, y que no pesa pero duele sostener.

Siento un escalofrío y noto tu boca engreída cerca de mi oído: ‘’no te olvides de que el fuego lo guardo yo.’’ Claro, el fuego eres tú y yo el polvo, polvo antes siquiera de ser ceniza. Y soplas, hasta que te duelen los pulmones de airear nuestros recuerdos.
Me concentro en sentirme mejor y escucho como gotea la pecera de nuestra habitación. Una y otra vez dando contra el mismo lugar mientras los peces de colores salen de mis ojos, a borbotones porque les he prometido el mar. Un mar de dudas agrias que sabe a las primeras mandarinas que las madres preparan en la merienda de sus hijos. Porque tienen vitaminas aunque estén agrias.

Porque sucedimos aunque ya no seamos.
Ahora mis peces de colores me odian y se me han quedado los ojos vacíos. Tengo aire de fin del mundo, de patriota que no vuelve de la guerra. De mutilado que sigue sintiendo el calor del miembro amputado junto al frío de la ausencia.

El día más triste de mi vida nadie me dejó decir que estaba triste. Y tú mientras reías y nadie te dijo que no lo hicieras.
Recuerdo que me pillé el dedo con la puerta y que la sangre salía a borbotones y entonces lloré y me dejaron. Claro, eso sí. Me dejaron y yo fingí que no lloraba por ti, porque no se llora por las cosas que no tienen solución.

¿Eso quiere decir que no volverás?

He roto los seis jarrones de la entrada para que parezca una salida, porque nadie pone flores en las salidas ¿no? Pero aun busco la forma de escapar de aquí.
El día más triste de mi vida me perdí en la biblioteca de un pueblo del sur.

Quizá esté buscando mi nuevo libro preferido.
Quizá no tenerlo sea por primera vez mejor que haberlo encontrado.




 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

La inercia de un portazo.

Pensé en decirle que saliera de casa. ¿De qué casa? Me gritaba a mi misma. De que casa si todo mi cuerpo se había abierto como un templo cobijando a la mala conciencia de aquel creyente, latente como el pecado en un trozo de carne un jueves santo.

Le miró condescendiente y se retorció como si se le encogieran los órganos vitales ante todo lo que queriendo decir, no diría, pero sobre todo, ante todo aquello que queriendo esconder, se le escapa a raudales a través del silencio mortuorio que le recordaba a todos los suicidios emocionales que había conseguido arreglar con algo de poesía.

Pero seguía respirando, y que se hace con el amor cuando sigue vivo mientras todo parece arder alrededor. Hemos follado tantas veces encima de nuestra propia tumba que tenemos en contra a todos los fantasmas que saben de nuestras absurdas reconciliaciones.

Y si vuelves a hablarme de simulacros, de salidas de emergencia, de correr despacio para alcanzarme, te juro que voy a perder el juicio y podré protagonizar los versos de algún desgraciado que anda deseando enamorarse de una loca. Le diré todas esas cosas que tú me decías, que no le convengo, que no soy lo que piensa porque mientras él me piensa yo pienso en tu bragueta. Le diré que no es justo para él, pero sabré, tanto como lo se ahora, que lo cierto es que no es justo para mi.

Tú no eres justo para mi, porque nada que resulta insuficiente, puede serlo. Y ahora me gritas, que no lo has hecho aún, pero conozco la decadencia de memoria, la nuestra,  que me largue. Y toda esta historia pasa por mi cabeza como una película mala en blanco y negro. No te me pongas muy a tiro, pienso. De pistola o de la cama. La cocina. O la pared del cuarto del fondo.

No te me pongas muy a tiro porque detesto reconocer mis vicios. ‘’Yo no tengo puntos débiles’’. Me dijiste. Pero no me conocías. Ni sabías, porque aun no era el momento, que en mi armario siempre hay una falda a la que le faltan cuatro centímetros. Los justos para que subiendo los escalones de casa, olvides el camino de vuelta.

Y mírame, que yo se tan poco de esto como tú, pero mejor así. Decía Albert Einstein que si juzgas a un pez por su capacidad de trepar un árbol, vivirá toda su vida creyendo que es un inútil. Y tú me has puesto a los pies de la cama, el jodido Everest. Mientras yo echo de menos mi pecera.

¿No lo entiendes? No puedo ser quien tú pretendes, y de todos modos, si es que lo fuera, el problema no sería otro que el hecho de que tú seguirías siendo tú. El cobarde guapo del bar de abajo. Solo buscas un amor imposible con el que justificar todos tus revolcones. Bien, pues ahora hablemos de azoteas.

¿Cuánto hace que no subes a ninguna? Que no te contoneas como si fueses el rey de aquella ciudad de mierda que duerme cuando nosotros hacemos el amor con rabia. Y gritamos desde arriba que no nos queremos, pero que somos lo mejor de lo peor de aquel lugar aburrido. Mi azotea tiene las piernas de par en par para que sea más fácil que te creas sus mentiras.

¿No querías sentirte en casa mientras afuera todo se desplomaba? Recuerda que hay apátridas que lo son por elección propia. Exiliado cobarde de una guerra de dos. Y el mundo sigue, porque me he asomado a la ventana y lo he visto. No creas que se ha escondido. Ahí está, como si tu ausencia no le desgarrara por dentro. ¿Soy la única que te echa de menos? Nadie paraliza una obra con la firma de un solo vecino.

Y mi perra no come, ni ladra, ni muerde. Y mi gato no duerme, ni maúlla, ni bebe. Y todo lo que ayer era hogar, ahora me resulta tan desconocido. He dividido la habitación en parcelas de autocompasión. Pero no te creas tan importante, la poesía ha decidido quedarse. Aun sin ti. Aquí está. Y me mira desde el alféizar de la ventana, convaleciente, pero respira.

¿Ves? No todo el arte se va contigo.

Y puedes estar orgulloso, allí donde te hayan llevado tus ganas de olvidarme, porque en mi estantería quedan pocos autores con ganas de hablar de ti. Se están reconciliando conmigo, que no resulto muy buena compañía pero llego siempre a casa a la misma hora susurrándoles que no hay nada en el mundo que me haga abandonar la poesía.

Y se sienten a salvo. Entre tanto desorden. Entre tanto alboroto. Entre relojes que no dan la hora por si las moscas, o los años, o las penas.

A veces, dejamos a alguien con la intención de que se quede. Pero hay cosas que cambian de lugar cuando marchamos. Y se que no vas a entenderlo, y que me dirás aquello de que quien se va, siempre puede volver. Y sí, quizás tengas razón, pero no esperes encontrarlo todo en el mismo sitio.

La inercia del portazo vuela todo por los aires.

Pensé en decirle que saliera de casa, pero cuando conseguí articular palabra, estaba sola. Sola entre cuatro paredes y todo, absolutamente todo, había cambiado de lugar.

Incluida yo.