sábado, 8 de junio de 2019

Un héroe muerto y cobarde.

Hoy me han preguntado qué es lo más triste que recuerdo, y se me ha resquebrajado el pecho al sentir que no recuerdo nada que me haga sentir triste, y qué triste.

A qué me resistiré cuando suba la marea, porqué pediré clemencia, a qué me agarraré cuando empiecen a caer todos los edificios de Madrid y se quede un cielo abierto y despejado que engulla vidas enteras. 

“No podría vivir en una ciudad sin mar” me decías mientras yo solo pensaba en una enorme playa con niños que gritan y madres que riñen. Y te abandoné, incluso antes de irme. Y supe que había cometido un error cuando aún sabiéndolo, seguiste allí. En un “conmigo” que era “sin ti”.

Pero que le vamos a hacer cariño, nunca he sido de rectificar las malas decisiones. Y te juro que esa noche me brotaban olas de los ojos, y ya no había niños, ni madres, solo tú en pelotas en una orilla de arena blanca. 

Mi mejor amigo de la infancia solía decirme que en cualquier historia yo acabaría siendo el héroe muerto; en lo segundo nunca pudo tener más razón. Muerto, muerto y más muerto. 

Aunque un cadáver con mucha suerte, y magia, al que solo le bastan cinco copas para traerte de vuelta. 

Se le olvidó puntualizar lo de cobarde, un héroe muerto y cobarde, que ha preferido soñarte. Pero hoy, que me he permitido estar despierto y lúcido, déjame armarme del valor que nunca me ha caracterizado, para decir que te echo de menos.

A ti, y no a cualquier otra, a ti que nunca te he tenido porque no me lo permití; siempre me ha dado más miedo aterrizar que despegar, así que perdóname si nunca emprendí el vuelo. 

Pájaro de jaula cerrada, 
pájaro de pacotilla.

Temo el día en el que tus ojos me miren y ya no te duela; temo el día en el que todas las enfermedades lleven tu nombre, y aún más el día en el que ya no lo recuerde. Sálvame de ésta aunque no te lo pida. Sálvame de cualquier cosa que pueda alcanzar sin ti, porque nunca será suficiente. 

Sé que los corazones rotos se guardan ya en todos los pechos y que posiblemente no te asombre si te digo que el mío suena a vajilla magullada. Y también sé que no estarás siempre sola, y me parece bien, y justo, y lógico, y serás la victoria de otro y yo aceptaré haber perdido la única guerra de la que me he sentido partícipe. 

Un héroe muerto y cobarde que no salió de su trinchera.

Ojalá supieses que te escribo. Ojalá leas todo lo que en otras cientos de manos, solo habla de ti. Y mientras tú te deleitas entre hojas y hojas donde reconozco que me equivoqué, yo iré a buscarte a casa, y si no estás allí cuando llegue todos los días del resto de mi vida, conseguiré olvidarme del camino; porque dime ¿de qué sirve recordar una dirección que no te lleva a ninguna parte?

De que sirve una casa en la que tú no estás.
De que sirve una ciudad sin mar.
De que sirve un héroe muerto y cobarde.
De que sirve un pájaro que no quiere volar.

Estoy aquí solo, lamiéndome una a una las heridas; cada día más cerca de lo que soy, que es nada cuando tú cuerpo no se acerca a mi cuerpo. Pidiendo a gritos el golpe definitivo que me abra en canal y brote agua y se me escape el último resquicio de vida y se mude contigo. 

Hoy me han preguntado qué es lo más triste que recuerdo; y en lugar de explicarles que un día te tuve y te perdí, he preferido abandonarme al olvido como un perro callejero que ya no tiene donde dormir. 

Hoy me han preguntado qué es lo más triste que recuerdo, y les he mentido diciéndoles que lo cierto, es que no recuerdo haber sido feliz.    

martes, 13 de noviembre de 2018

Diez cartas desesperadas.

Recuerdo la primera carta que te envié: el jardín se ha secado y la tierra se ha vuelto tan dura, que ni siquiera he podido rescatar las raíces. Este suelo ya no es fértil y he perdido la fuerza en las manos. 

La segunda decía algo como: en el salón hay tres goteras por las que se cuela agua salada, a veces pienso que vives en el tejado y lloras todos los días porque no sabes como volver. Entonces recuerdo que te fuiste y me da por pensar que igual soy yo quien sube a llorarle a esta casa todas las noches por no haber sabido cobijarte. 

En la tercera escribí: ha germinado un girasol. Lo he transplantado a un macetero de color azul y le he dejado entrar a la cocina y quedarse a vivir bajo la ventana por la que entra más luz. He picado unas cebollas y algo de albahaca para la comida y cuando me he dado cuenta, el girasol se estaba pudriendo. Me han dolido las entrañas. ¿A caso ya no hay lugar para la vida en todo lo que tocan mis manos? No se ha marchitado despacio y elegante dando paso a la poesía, como tantas veces imaginé que morían las flores.

La cuarta: son las dos de la madrugada y ando preguntándome cuántos días más voy a recordarte y cuánto de ti conseguiré olvidar. ¿Crees que hay rasgos o gestos que se graban a fuego y no hay forma de arrancárselos a la memoria? A veces le hablo y le ruego, pero sigue empeñada en tus hoyuelos y en ese remolino de la ceja izquierda que siempre te peinaba con el pulgar.

La quinta: aún no he quitado el girasol de la ventana. Llevo tres días regándolo y leyéndole, aunque evito tocarlo por si mis manos están rotas. Me gustaría pensar que cualquier mañana va a alzarse y casi le podré oír respirar, pero hace demasiado frío en esta casa y la mala hierba está brotando por todas las esquinas; tiene un color marrón que me recuerda a la enfermedad. 

En la sexta decía: he soñado que las paredes se venían abajo y el suelo se hundía, y todo caía dentro de la boca abierta de un mal monstruo; se me ha antojado lo más parecido a rendirse. Como un barco ruinoso que se deja devorar por las fauces de un mar embravecido y furioso. Al despertar he sentido el vacío más absoluto, como no recordar una charla importante o el sabor de un buen beso. Todo aquello que me parecía insignificante está en cambio, destruyéndome.

La séptima: llevo varios días sin salir de la cama, dime cariño ¿hemos vivido tiempos mejores? Nada de lo que juntos construimos sigue en su lugar, esta guerra que tú solo has levantado está abriendo surcos en todas las habitaciones; esta guerra y no ninguna otra, es tan despiadada y fría como el peor temporal. No creo poder construir nada nuevo. Soy la parte débil, la que te sueña despierta y te guarda en su vientre aún a sabiendas de que vas a devorarme desde dentro. ¿Cuánto nos quisimos antes del estruendo? 

La octava: aguantar y soportar se ha convertido en mi único trabajo, en la única tarea. Me he llevado el girasol conmigo y lo he colocado a los pies de la cama; la muerte tan de cerca parece que respira. Creo que siempre hay un instante de luz en el momento exacto en el que uno se marcha y el otro asume que se queda, un momento en el que uno se disculpa y el otro lo acepta; y en ese puente a través del que se entrelazan el amor y el odio, hay un instante en el que ambos son hermanos gemelos. 

En la novena escribí: hoy me he llevado a la boca una rodaja de pan duro. Me latías con fuerza en los ojos así que los he cerrado y me he visto corriendo descalza a través de un campo de trigo. El viento era suave pero me dolía la piel, como si al más leve de los roces fuese a levantarse. Cada vez soplaba más fuerte y lo movía todo de lugar. Después he escuchado un portazo y te he visto caminando de espaldas, tranquilo, mientras el jardín se secaba. ¿A caso ya sabía, antes de que lo hicieras, que te irías? 

Y la décima decía: se me ha caído la casa encima. No hay vida en las manos ni en la tripa, pero hoy me he escrito una carta:

Al girasol se le ha escapado un suspiro. 



miércoles, 7 de noviembre de 2018

Pecas y silencio.


Te recuerdo pasando la yema de tus dedos por cada una de mis pecas, mientras en un susurro simulabas en mi oído el ruido de un terremoto; un horrible seísmo de lunares pequeños que provocaba un estruendo suave y nos mecía los cuerpos desnudos y débiles.

Después me contabas las costillas y me decías que eran tan delgadas que cualquier día me palparía el pecho y se me habría escapado el corazón.

- ¿Y qué habrá en su lugar?
 Niñas jugando en el patio del recreo, que se ríen y cuchichean. Con sus trenzas perfectas y sus vestidos azules; y harán mucho ruido y así nunca te sentirás sola.

Creo que es lo que más me ha costado perdonarte: te has ido y en este pecho no hay nadie. Y sospecho que lo sabías y me engañaste.

Te nombro todos los días, porque lo que no se nombra no se muere y lo que no se muere nos mata desde dentro hacia fuera, como una mala enfermedad.

Me pongo frente al espejo y me toco el pecho y canto en voz alta alguna de esas canciones que me enseñó mi abuela, pero mi patio del recreo está vacío y hace frío.
Y entonces me quedo muda. 
Y sorda. 
Y ciega. 
Pero aun te huelo en todas las esquinas. 
Has impregnado las paredes de esta habitación.

Recuerdo cuando nos conocimos:
- ¿Eres peligroso?
- La destrucción es parte del movimiento.

Y te quedaste en mi cama cincuenta y cuatro semanas. Y nunca he sido menos inestable y menos libre que cuando estabas aquí. La marea me arrastra hacia el fondo y me duelen los tobillos de resistirme. Me he acostumbrado al dolor en las extremidades de quien siempre se siente corriendo, huyendo; a una casa tan silenciosa que creo estar continuamente sumergida en la bañera escuchando solo mi respiración. También lo he hecho a pasar la noche en el sofá y a mirar la televisión apagada muerta de frío y de sueño.
Porque tú nunca me dejas dormir.

¿A cuánto más podría acostumbrarme?

Y tengo tanto miedo a la respuesta por si te libro de la culpa, que te grito: a tu ausencia no.
A tu ausencia le lloro.
A tu ausencia le suplico.
A tu ausencia le escribo.

Que difícil que en el hogar del corazón, no haya ningún fuego.
Que injusto que en el hogar del corazón, haya un muerto.

O hayas muerto.

Siento pavor de que todas estas puertas se abran hacia dentro y no me guste lo que vea: dos manos torpes que no han sabido retenerte.

Dos manos transparentes.
Dos manos que se esparcen como la ceniza.
Dos manos que huelen a polvo y huesos.

Material incandescente que se vuelve inútil al contacto con tu piel.

¿Es esto el después de antes del todo? 
¿El después de antes de algo? 
Se me están descongelando las tristezas y se me escapan las ballenas de los ojos.

Se que no vas a volver con la misma seguridad que sabía que te irías el día que pegaste tu oído a mis pecas y me dijiste:

Ya no hay estruendos.
Ilustración Sara Herranz.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Un herido grave y una muerte.


Podría haberte pedido que te quedaras. 
Haber fingido que no veía el abismo.

Haberte puesto la mano bajo la barbilla y construirte una casa sobre los hombros, para que fueras donde fuese, siempre te sintieras resguardado; como mi madre hace conmigo.
Haberte enseñado que cantidad de madera se necesita para que el salón nunca esté frío, como hace mi padre. O haberme sentado contigo a escucharte siempre hablar de los mismos miedos y las mismas guerras, y aconsejarte como si fuera la primera vez que te abres la herida en canal frente a mi, como sabe hacer mi hermana.

Pero yo no se nada de eso; así que lo más que se me ocurrió, mientras llegaba la primavera y sentía el picor de todas las abejas y el zumbido insoportable de quien sabe que se hace tarde, fue no pedirte que te quedaras.

Y en ese acto que tú tachas de cobardía, 
yo me encontré con mi madre, 
y mi padre, 
y mi hermana.

Lo siento, y no te miento. Lo siento como lo sienten los culpables, aunque me sienta víctima. Se necesita otro latido, fuera del propio pecho, para sentirse vivo. Y me rindo a la evidencia, y dejo de respirar. Me coloco la mano bajo la nariz y no concilio el sueño hasta que el aire deja de hacerme cosquillas en los dedos.
Me sigo enamorando de ti al otro lado de esta habitación. Y te imagino triste. Cabizbajo. Con esa mirada llena de gatos sigilosos que no van a perdonarme ni con cien poesías. Te quiero pero no se cuanto y me quiero, y se que muy poco. 

Que tan terrible se hace vivir separados y como pesa, estando juntos, no saber llenar los espacios.
Y que se resquebrajen los universos y lloren las nubes con tanta fuerza, que no vuelva a ser verano y se ahoguen las flores de todos los alfeizares y todos los jardines, y la tierra se haga barro y no puedas avanzar porque te hundes.

Que agonía. Me acaricio los muslos, el lomo y el hocico. Y adormezco a la fiera que ya no ruge. Ni gruñe. Cada día le cuesta más levantarse. Y ya no reconoce las calles. Ni esta ciudad. Ahora no es más que un animal malherido al que le cuesta dormir. Pero cuidamos de ti. Todas las noches nos ponemos a los pies de tu cama y te velamos. Y antes de que despiertes nos vamos, porque sabemos que no te gustará vernos allí.

El amor siempre es un te cuido.
Aunque digas que estás bien, te cuido.
Aunque tú no quieras verme, te cuido.

Y con mis manos, a orillas de tus ojos, te libro de la tempestad. Y soplo hasta apartar el huracán y me hago heridas en los nudillos reconstruyendo todo lo que este ciclón ha volado por los aires.
Se que no me crees y casi lo prefiero, no podría explicarte como yéndome siempre me quedo lo suficiente para saber que si fueses un pez vas a poder nadar, y si fueses un pájaro podrías volar.
Y te observo tus escamas y tus alas. Tus enfados, tus protestas. Tus ganas de hacerme daño. Y me siento orgullosa de sentirte más humano de lo que yo nunca he sabido.

Voy a regar los girasoles y a poner la comida en el fuego. A doblar las sábanas y a colocar las camisas en el armario. Pero no me malinterpretes, esto sin ti nunca será un hogar. Solo un montón de habitaciones distanciadas como islas para que no se me amontonen los recuerdos. 
Los besos. 
Los incendios.

Tú, por tu parte, espero que plácidamente me olvides y me pierdas, como todas las cosas destinadas al desuso. Y cuando alguien te pregunte por nosotros sepas resumirlo todo en un único titular:
Un herido grave y una muerte.




Ilustración de Sara Herranz.


miércoles, 21 de febrero de 2018

Ciertamente triste.

Noto las ausencias dentro de una habitación cerrada, con olor a madera putrefacta que ya no sirve de alimento ni a las termitas: me están devorando a mi. Las noto en las entrañas y les doy cobijo en un afán de sentirme viva. 

Los perros siguen ladrando pero ya no debe de ser a mi. Hace meses que no paseo: solo deambulo por los pasillos de un piso del que escapan lamentos. Las paredes hablan y me duele la cabeza. Y el tic-tac del reloj cada día se asemeja más a una bomba a punto de volar por los aires cualquier atisbo de recuperación. 

Si algún día alguien te recomienda, le diré que no. Que todo es tan mentira, que ni las ganas de que sea cierto pueden volverlo realidad. Que crueldad más enorme negarle a alguien las intenciones. 

Tantas veces te he perdido y tantas otras creí recuperarte, pero es cierto eso que dicen por ahí: nunca vuelve quien se fue, aunque regrese. Y da igual como o cuantas veces lo haga. La primera vez se lleva todo consigo. 

No todo el mundo puede estar triste, quiero decir, no es una elección propia. Uno tiene que merecer estar triste. Enormemente triste. Hasta que te duela el libro que no te lee, la ropa que no te quita y las manos que no le tocan. 

Una vez me sentí árbol y todas las ramas crecían hacia tu ventana. Necesitamos agua. Vamos, eso no se le niega ni a tu peor enemigo. 

¿Has debido de amar antes a todo el mundo que ahora odias? Como la mano derecha que necesita de la izquierda. Quiero soplar fuerte y esparcir todas tus cenizas por mi salón, seguiré poniendo tu programa preferido para que te sientas como en casa y cuando juguemos a los vientos, volveré a repetirte que yo elijo ser ciclón para cambiarlo todo de lugar. No va a importarme que el alma tenga memoria porque yo tengo poderes cuando nos abrazamos fuerte. 

Y me siento salvajemente encerrada, 
consentidamente domesticada, 
indomablemente adiestrada. 

Un animal de circo que no sabe si está enamorado del látigo o de su cuidador. 

En la zanja de todas mis heridas crecen naranjos con los que hago mermelada amarga que me quema la garganta. Ojalá supieses que tanta libertad me hace sentirme esclava de tu regreso. Menuda tormenta desde la ventana de la habitación que da a mar abierto; me recuerda a cuando hacíamos el amor. 

Hoy te he imaginado llorando y tus ojos se me han antojado más profundos que nunca. Y he querido que de veras lo estuvieses haciendo y poder sentirte humano. 

Empiezo a perder el tiempo, la paciencia y hasta los modales; 
y a ti, por supuesto. 

A ti te pierdo todos los días un poco más, 
a veces te pierdo amor, 
otras te pierdo furia, 
otras solo te pierdo poesía. 


Uno debe merecer estar enormemente triste, acertadamente triste, justamente triste; entiende que, las puertas del cielo, no se abren para todos. 


miércoles, 3 de enero de 2018

Frío en los huesos.

Lo he sentido en los huesos. El tintineo de algo que se mueve despacio, agazapado, sigiloso, quizás por temor a ser descubierto, quizás simplemente porque nunca supo brillar con más fuerza: no hay estrellas en todos los cielos. Ni luces en todos los caminos. Lo siento en los huesos, quebradizos, frágiles, débiles, sin ningún otro motivo que tal vez el tenerte demasiado lejos. “¿Que es lejos?” Me preguntas mientras me retiras el pelo de la cara. “Que estás aquí y no te siento”. Que forma más horrible de perder a alguien: sin kilómetros ni relojes ni trenes ni ofertas de trabajo al otro lado del mundo. Vuelve a caerme el pelo sobre la frente pero tus dedos ya están a otra cosa, mariposa. Negra, malherida, volando a ras del suelo, sin oportunidad de elevar los pies. Que lejos está hoy Marte. El universo y nuestros planes. Mañana cuando volvamos a vernos, ¿estarás tan lejos como en este momento? Lo he sentido en los huesos, el olor a café recién hecho, a pan tostado, el aroma a mermelada de fresa y sábanas planchadas, echo tanto de menos todo lo que no he tenido, a ti, por ejemplo, encabezando una lista de imposibles que recuerdo tantas veces como veces lo he querido olvidar. Te pareces tanto a las cosas que ya debería haber aprendido de memoria, como que todas las palabras esdrújulas se acentúan. No tenemos que arreglar nada, tranquilo, no necesito atenciones ni cuidados ni tarjetas de ánimo y cariño; este animal desgraciado, callejero, moribundo, se ha aceptado. Y escribe poesía, de noche y de día, anda siempre cansado. Lamiéndose las heridas con auto compasión, delante de un espejo que dispara contra él aunque nunca acierta: soy transparente, incandescente, un fantasma del pasado que me cuenta historias para camas en las que nadie quiere dormir. Lo he sentido en los huesos, la furia, el enfado, la pasión y los tropiezos. He abierto los ojos de par en par y me he visto dentro de la jaula de los leones. Feroces y hambrientos pero ¿que tripa se llena solo con ausencias? Me siento un pájaro sin alas, ciego, obediente, redimido. Hoy es mi día libre y noto la vida presa. Magullada, con polvo en las hombreras, casi ridícula, pasada de moda, de vuelta, de tuerca. Eres el chico malo de cualquier historia; que no de la mía, sino de cualquiera que se parece tanto a mi, que siento empatía. Y le retiro el pelo de la cara y le susurro al oído: “hay quien nunca ha estado cerca, aunque le hayas sentido”

“¿No podemos hablar de otra cosa?” Vente a este lado, donde nadie sabe de mí y yo me siento parte de todo: de los intentos de supervivencia, de los tachones en las canciones que hablan de amores tan fugaces que no dio tiempo ni a pedir el deseo; de besos al galope, a destiempo, de añorar tener las manos llenas de tus manos, de la nostalgia, la melancolía, las prisas y las estaciones frías. Del Sur que siempre hace de calma. Lo he sentido en los huesos, y no te quiero mentir, cada día recuerdo menos tus ojos, tu rostro, el epicentro de tu tristeza ya no me da ganas de escribir; tus arrugas al reír se han vuelto surcos en una tierra en la que ya no crecen flores. Y he rezado, porque me siento víctima. ¿Tú crees que todos somos prescindibles? Supongo que, depende de la partida. Del enfrentamiento, de la fuerza con la que vamos a golpearnos cuando nos golpeemos. No te siento propio, aunque lleve tu saliva, pero si cercano, familiar, tan allegado que noto como me respiras en la nuca cuando intento conciliar el sueño. 

Lo he sentido en los huesos: el frío, hasta que ha cogido color a cerezo pero olía a mandarinas agrias de un huerto por el que paseábamos de la mano, a escondidas por si nosotros mismos nos descubríamos y nos contábamos que cuando duelen los huesos, no hay forma humana de que el amor se resista al vacío. 


miércoles, 8 de noviembre de 2017

Eran tiempos difíciles para la poesía.

Tengo a los pies de la cama una pecera como cementerio de lágrimas, y junto a la almohada una vela apagada para que no puedan encontrarme los malos sueños, ni los viejos fantasmas.
Un ataúd vacío, que no me deja sufrir la pérdida y un puñado de huesos mal apilados en una esquina del salón.

Están siendo tiempos difíciles para la poesía. Nadie se señala las heridas de guerra, ni habla del hambre, la penuria o la enfermedad.

Al otro lado de todas nuestras decisiones, no se como estás. Nosotros, que nos hemos hecho daño juntos despedazándonos los cuerpos desnudos, y ahora no me dejas ver tus cicatrices.
Ojalá otra boca te las esté besando y empiecen a sanar desde dentro, y un día reciba flores y una tarjeta: me han curado.
Y será un buen momento para llorar mucho, hasta desbordar la pecera y dejar a todos los peces en libertad. Y leeré.

Están siendo tiempos difíciles para la poesía, pero lo estoy intentando. Todas las noches pienso en ti sin mí, y te imagino guapo. Espero que estés durmiendo bien.

Yo en cambio tengo atascado en mitad del pecho un océano embravecido y una sensación a llovizna fría cogida a los hombros.

A veces tengo ganas de preguntarte si eres feliz, y trato de recordar que cara pondrías; pero no te veo, cada día tengo tu rostro más ensombrecido; ¿dónde tenías más arrugas al reír? ¿de qué color eran tus ojos, castaños o casi negros?
Y que miedo haber olvidado, contra todo pronóstico, el amor eterno. Septiembre intentó dejar aquí lo mejor del sol y Octubre ha arrasado con todo.

No puedo decirte cuando sucedió. Ni como. Solo se que un día todo empezó a ser insignificante. Y dejé de escuchar tu voz con claridad.
Me habían llevado a Marte y me habían prometido una vida mejor. Y yo adoro las promesas, aunque todas sean inciertas y lo único importante de ellas, es la valentía de quien decide hacerlas.
Pero a mi me vale. Desde Marte no podía verte. Ni escucharte. Y todo se parece tan poco a la última vez.
Y la última vez se parece tan poco a la primera.

Hay una parte de mi  complicada, bipolar e inestable. Y otra sensata, prudente y estática. Siento haberte presentado a la primera, de golpe y sin reparo.

Y que te sintieras indefenso, a la intemperie, porque debajo de este templo, no compartimos oración.
¿A dónde vas cuando te vas y de donde regresas cuándo regresas? Aunque ninguna de las dos cosas las hagas del todo.

Son tiempos difíciles para la poesía en esta habitación sin flores, ni estampidas. Hace tanto del último beso que hasta la ciudad ha cambiado. Nos han robado rincones y las viejas canciones ya no encuentran sus escenarios.

Cuantas promesas truncadas y finales advertidos, salvo el de verdad, como una jarra de agua fría que te congela la sangre y te deshumaniza.

Y ahora me siento un animal abandonado y herido. Y aúllo bajo tu puerta, perdida entre cientos de calles sin salida, entre personas que se abrazan inmersas en su felicidad.
Que poco valor tiene la tristeza ajena.

Hay demasiados inviernos entre los dos y tantas distancias entrometidas que ya no se exactamente que es lo que nos separa, pero debe ser enorme.
Un iceberg gigante en mitad de Madrid, partiendo la ciudad en dos: los lugares a los que íbamos juntos y aquellos que no nos dio tiempo a visitar, y lo cierto, es que no se cuales me duelen más.

Estoy corriendo en dirección contraria, lo se porque nadie me sigue, y el camino correcto siempre está lleno de personas que planean besos y bodas; chicas bonitas con vestidos de flores.
Aquí no hay nadie. Y mis pétalos se quedaron en el suelo de tu habitación.

Están siendo tiempos difíciles para la poesía, que dolorida respira, se arrastra y me mira; le acaricio el lomo mientras gimotea lastimosa.
Nos hemos mirado a los ojos y te hemos encontrado.

Ha vuelto la ciudad.

Las viejas canciones.

Las flores.

Y he podido despedirme, como lo hace un caído de guerra:

A mi más fuerte explosión, 
a todos los pedazos; 
a este corazón mutilado 
que desde mi pecho anhela tus huracanes. 
A mi eterno y perecedero amor:

Te has ido 
y he dejado de entender la poesía.