lunes, 5 de diciembre de 2016

Autoyuda.

Te vi hace unos días hacer la maleta desde la ventana de mi habitación. Recogerlo todo para marcharte a donde sea que quisieran llevarte tus ganas de huir de mí.

Y ha debido de ser lejos, porque ya solo queda un lado de la cama y es el mío; a veces lo ocupo y otras ni siquiera voy por allí.
Hay lugares en esta casa por los que solo estoy de paso, escribo un poco sobre como sobrellevar una pérdida sin cadáver y elijo la foto atractiva, sin ojeras, que voy a poner en la contraportada de mi novela de autoayuda.
Donde parezca que te he superado.

Los libros no ayudan. Y si ayudan, no son libros. O no son buenos. Los libros desgarran, recuerdan y retroalimentan escenas que deberíamos haber olvidado.
Como la buena música o los grandes cuadros.

El arte no tiene que ser hermoso ni darnos cobijo. Tiene que ponernos contra las cuerdas.
Y alguien que no sabe lo que es amar a un cobarde, te dirá que te vayas. De todo aquello que no te empuja hacia delante. Yo te digo que te quedes.

Quédate hasta que no haya nadie más para que puedas hablar contigo mismo después del huracán; las grandes catástrofes siempre traen las palabras más sinceras. Quédate para quitarte la razón y cuestionártelo todo. Después podrás cambiar de vida, viajar, dejar que otros tengan una verdad universal que te da pereza.
Deja una nota en cada cajón y miente, para que la nueva chica que venga a vivir a casa, pueda imaginarse una bonita historia de amor. Escribe sobre otra persona y deja que crea que eres tú, y que cuando hablas de polvo, nunca te refieres a ceniza.

Miente tan fuerte que puedas vivir un poco dentro de una chica que no existe y a la que las cosas le salieron bien.
Como si fuese posible salir bien parado de algo de verdad.

Si lo fue, te dolió.
Si lo es, te está doliendo.
Como todo lo que late. Y vive. Y respira.
Comprométete con la huida; comprométete a no volver. Hazle caso a esa parte de ti que no encuentra su lugar en el mundo. Desordénate con la maestría de quien ya no anhela la perfección. De quien conoce la poesía.

Habla del suicido, como si lo hubieses vivido. ¿A caso imaginarlo hasta sentirlo no es suficiente?
Hay cosas que solo podemos imaginar para volver de nuestro letargo y contárselas a quienes no tienen la capacidad de recordar lo que nunca sucedió, como decía Zafón.

Recordar lo que nunca sucedió con la claridad de un mar en calma. De dudas, pero en calma. Porque hay dudas que no se mueven aunque respiren.
Me dueles tanto que me está costando escribir sobre una historia de amor. Y de repente he pensado en la guerra. En cuerpos que vuelan por los aires. En quienes no se quedan hasta el final. En llantos. En trincheras.

En un arma sin alma.

Y he decidido escribir sobre eso. ¿A caso no es eso el amor? El de verdad. El que late. Vive. Y respira.

Página diez de mi libro de autoayuda:
Quédate,
aunque nadie te salve.

viernes, 2 de diciembre de 2016

El placer de no pertenecer.

No me siento de aquí, no me siento de aquí porque no creo en esto. Ni en los ideales que pesan más que ninguno de los edificios más altos de Central Park, ni en los parámetros sociales con edades impuestas a la maternidad o al matrimonio. No creo en el dinero, ni en todo lo que creemos necesitar para creer que somos felices.

Sin serlo.

Mi día de la suerte será el día en que tú tengas suerte. Y abras los ojos para entender que abrir las piernas nunca es un pecado. Y no querer ser madre no conlleva el permiso de nadie. ¿Desde cuándo deciden otros si estás preparada para darle amor a quien crece en tus entrañas?
No hay libertad más triste que la que te dice cuando puedes ser libre, mientras tú finges no ver los barrotes. La voz del orden es cada vez más firme, y el ciudadano ha pasado a ser un mero figurante.

¿Te sientes partícipe de quien no te hace parte?
Hay que ponerse en pie y gritar fuerte: soy una oveja, para que te acaricien el lomo. No dudes de la cultura ni de la moral ajena, o te estarás formando bajo tus propias convicciones y eso siempre es un problema. Tú serás el problema para quien obedece órdenes.

Y te darán estadísticas vacías donde las cosas mejoran aunque tu vecina sigue comiendo las sobras del contenedor de la esquina mientras el anuncio de la lotería te cuenta alguna mentira.

Pero no lo notarás, porque la estupidez humana se acostumbra a todo, hasta a lo que no es cierto, y vive plácidamente entre certezas absurdas. Es mejor eso que preguntarse si estamos en lo cierto.

Vivir pisando al resto; con la soga al cuello a final de mes. Con nuestro día a día dentro de un catálogo donde puedan seleccionarnos como a piezas de ajedrez.
Pero si crees en Dios se pasa, ¿a qué si? En su eterna misericordia y en una religión que te empuje a matar en nombre de otro. Una guerra santa en la que no hay más enemigo que tú mismo.

No existe el verbo poder, ni el pensar, ni el dudar. No existen mentes inquietas que se cuestionen la escasa movilidad. Desde esta libertad impuesta yo solo vislumbro alambradas y cuerpos inertes que sin embargo, caminan.

Y cotizan.
Pasar por la vida para estar dentro de las expectativas de otro, de los números de otro, de los planes de otro. Ser una sucesión de escalones para que otro llegue a la cima, y desde allí, que nadie le ve porque todos miramos hacia arriba con los ojos vendados, poder robar tranquilo.
Marcados por la estética social, por las tendencias que te dicen quien debes de ser, en que momento y hasta cuando. Una marioneta que se disfraza para no quedar fuera de la corriente.

Porque claro, que miedo ser un pez que nada en otra dirección. Que miedo la soledad, por si nos topamos con nosotros mismos.
Con lo fácil que es ajustarse a la descripción de los demás.

Y después, cuando en una red social que te ayuda a follar más, te pidan que hables de ti, tendrás los santos cojones de decir que te consideras diferente.
Lo más triste de todo es que seguramente esa noche follarás.
Abrirá las piernas para ti la misma chica que luego dirá a sus amigas que ni siquiera os habéis besado, por si San Pedro anda por allí con su libreta para acceder al cielo.

Quienes sufren la disforia de género, quienes viven su bisexualidad o quienes eligen amor libre, no son depravados ni locos; la infidelidad no significa lo mismo para todo el mundo y hay quien no quiere un amor eterno.
Somos la generación de vacíos cotidianos,
de preguntas moldeadas
para no molestar al dirigente,
de nadas rutinarias
y ausencias domesticadas.

Solo queréis sentiros a salvo.
Pero afortunadamente aun quedan personas que disfrutan del placer de no pertenecer. No pertenecer. No pertenecer. No pertenecer.

Porque cuando no les perteneces, te perteneces. 

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Tenía que ser amor.

Me hubiese gustado que la vieras. Desnuda, frente al espejo del baño, pasando la yema de sus dedos por todas las cicatrices que no borra el paso del tiempo. Ni el ir y venir de besos sucios y obscenos.

Ella no leía mis poemas. No compraba mis libros. Pero pensaba tanto en mi que la sentía de lejos, latente, como el pecado que nunca se termina de saldar.
Ojalá la hubieses visto cuando me quería. Como se contoneaba por los pasillos hechos trizas de mi piso en las afueras. Como renegaba de mi vida pero se quedaba. Y cuando se desvestía, algo que nunca he alcanzado a entender, cambiaba. Como si de repente la ventana de mi habitación tuviese vistas a la Torre Eiffel, y no a un patio interior oscuro con vecinos que no soportan el ruido de la cotidianidad.

Manuela nunca llegaba tarde,
tenía a los relojes de su parte,
y el mundo entero parecía esperarla.

Dejé de saber quererme justo el mismo día que ella lo hizo. Todo mi amor propio se fue por el sumidero la última vez que hicimos el amor en la bañera. Hace días que no me ducho, y destilo olor a autocompasión. Una mezcla insoportable entre querer perderme y asumir que no se a donde ir.
Quizás este sea mi lugar, morir acariciado por versos de Bukowski, recordando las pecas de Manuela, que bailan en la yema de otros dedos, de unas manos que sin conocerlas, las detesto.

Un día el frío se le metió dentro. Ya no quería drogarse, ni follarme, ni calmarme. Ya no molestábamos a los vecinos, porque la soledad es silenciosa, aunque aun no se hubiese ido de casa.
Y empecé a saber que aquello era amor, aunque ella ya no lo sentía. Era amor porque no se me ocurría otra cosa. Hacía días que no se me ocurría nada más.

Nada más que ella. Y claro, era amor.
Por mucho que toda la habitación pareciese un iceberg enorme, en mitad del océano con una ventana que da a mar abierto. Hace tanto frío.

Porque Manuela siempre sabía el punto exacto de la calefacción, pero la última semana se le cogió al pecho Siberia, y ya nunca hablábamos de vacaciones en el sur.
Hoy me he topado conmigo mismo deambulando por la cocina. Hundiendo los dedos en mermelada de naranja amarga. Y me he dado pena. Las farolas son lo único que ilumina la estancia, de un color amarillo que me recuerda a los dientes del que fuma compulsivamente. No hay una sola estrella en el cielo gris de esta ciudad de la que no recuerdo el nombre, que quiera acompañarme a fingir que no me importa no tenerla.

He cerrado fuerte los ojos y me he visto rodeado de minas. Y he sentido que cruzaba la frontera de un lugar del que no me sentía parte, y al llegar al otro lado, tampoco me sentía en casa. Apátrida de mi propio yo.
Después se encendían un centenar de luciérnagas. Parpadeaban hasta que despertaba. Y solo había una bombilla encendida en toda la casa que titilaba haciendo un ruido espantoso; y recordé el cartel rojo del bar de carretera que he estado visitando desde que me dejaste, en un intento de sobrellevarme.

Ya sabes que casi todo el tiempo soy insoportable.

Hoy hace semanas que Manuela se fue, y mi editor dice que he escrito lo mejor de toda mi trayectoria. He estado a punto de volarle la cabeza. He sacado el arma y se la he pegado a la sien. Todo a mi alrededor se ha quedado congelado.

Estoy fuera de mi mientras te llevo muy dentro. Tan fuera de mi que me recuerdo a alguien que no existe. Te he querido sintiendo que no era yo, y te he querido mejor.
¿Por qué no vuelves Manuela?
Quizás,
tal vez,
sepa hacerlo mejor.

Ya no hay rastro de las luciérnagas. Ahora todo son termitas y me siento el corazón de madera. Ojalá me quede poco de vida, y cuando te llamen para decirte que he muerto, leas todo lo que te he escrito, y hables bien de mi.

Porque vamos Manuela, ¿quién en su sano juicio hablaría mal del difunto?

Te llevo una muerte de ventaja, pero aunque esta partida vaya a ganarla, es que joder, tú siempre estás tan guapa.  Pónmelo fácil, y cuando vengas a mi funeral, quítate esos ojos de encima y déjate el culo en casa.
Voy a contarte un secreto Manuela, me he cosido al paladar mi último poema, para volver a tenerte dentro de mi boca:

‘’Tenía que ser amor,
porque cuando ella dejó de quererme,
 dejé de hacerlo yo.’’

 
 

 

 

martes, 29 de noviembre de 2016

Qué difíciles son los tiempos felices.

Y sé que un día voy a llorar tanto que me escucharás desde tu nueva vida, pero hoy no, hoy ni siquiera voy a decirte en lo que estoy pensando, porque tendrías que besarla, a ella, claro, porque a mí me cogerías el mismo asco que le tengo yo a nuestro final repetido. De tanto vivirlo. De tanto quererte cuando no te querías ¿recuerdas?

Que difíciles son los tiempos felices.

Hoy me han preguntado que me llevaría a una isla desierta. ‘’Algo de valor’’, añadieron. Así que me llevaría tu nota de despedida, porque hay pocas cosas más valiosas que una nota de despedida, dicen más del que parte de lo que le gusta admitir al que se queda.

El problema de no ponértelo fácil a ti, es que me lo pongo jodidamente difícil a mi, y lo cierto es que no se que prefiero. ¿Cuáles son las últimas bragas que guardas en la retina?

La última poesía que se te durmió en los oídos. Que es lo último que recuerdas de nosotros antes de que no fuésemos más que el intento de ser cualquier cosa con sentido.
No común.
Sentido original.
Tan originalmente nuestro, tuyo y mío, que el nosotros no supo hacerse hueco.

Tengo los pies empapados así que todo el bar se ha girado a mirarme los tobillos. A fuera no llueve, y les miro ¿de veras creéis que no lo sé? Pero es peor una guerra interna a cualquier temporal. Y si no lo sabéis, menudo amor de mierda.

El propio y el compartido.
Me ha enfadado tanto que te fueras, que he fingido tu muerte. He llorado con las vecinas, he comprado flores y me he vestido de negro. Hasta he follado con otro en nombre de tu amor y los poetas me han perdonado, porque el despecho siempre tiene hueco en la poesía.
No dejo de pensar en aquello de que el tiempo pone a cada uno en su lugar. Dime entonces, ¿qué pasa con quienes no tienen lugar? ¿qué pasa si el lugar ya no está?

Me siento atada a una religión en la que no creo, ahogada en oraciones de mierda que no resuelven dudas. Ni desbancan miedos.
Dios nos está poniendo a prueba. A prueba de balas que chocan siempre contra la misma cabeza. Apago todas las luces y me tumbo en la cama. Cuando despierto, siempre es domingo y no hay rastro de la bala.

Y vuelta a empezar.
¿Qué el tiempo pone a cada uno en su lugar? Eso debió decirlo alguien que estaba justo donde quería estar. Pregúntale a quien se queda después de todo, si el tiempo ha hecho algo por él. Pregúntale a la madre que lleva días apretando la cabeza de su hijo muerto contra su pecho si sabe algo de lugares acertados.

La vida es tan relativa que no me sorprendería contarle a alguien como nos despegaste de cuajo y que me dijera que no es para tanto.
La existencia humana no es para tanto y sin embargo, somos los impulsores del progreso. El animal racional que mata porque el otro piensa diferente. La era de la tecnología en la que avanzamos en la comunicación mientras olvidamos charlar en una mesa con amigos.

Todavía hay alguien que no me dejaría llamarte cobarde. Que ironía.

Un día voy a llorar tanto
que me oirás desde tu nueva vida,
porque recordar tiempos felices
siempre nos pone enormemente tristes.
 
 

jueves, 24 de noviembre de 2016

Dualidad.

Estoy intentando entenderte hasta sentirte. Hasta hacerte mío aunque seas de un lugar que no conozco. Aunque duermas entre sábanas que no huelen a mar y te hayas alejado tanto del sur que me duela el norte como si llevase el frío hundido en cada uno de los huesos de mi columna vertebral.

He heredado un mapa manoseado con manchas de café, y alguien sin nombre ni apellidos me recuerda a mí. No me alcanza el amor para tanto vacío, y lo siento, pero hay distancias inabarcables. ¿En qué momento del poema llega la catarsis?

No soy cobarde porque reconozco que quiero quedarme, aunque me vaya. Y no ser cobarde no significa ser valiente. No ser cobarde es reconocerse.
Reconocer que sabías de la trampa pero fingiste ser ratón. ¿Y qué? ¿Quién va a decirte que deberías no haber caído? La vida se divide en los que deciden no caer y en los que se rinden a la evidencia de que escapar del abrazo no significa terminar con nada.

O eres de los que aprietan el gatillo contra su propia cabeza o eres de los que corren después de haber disparado contra el otro.
Tengo medio mundo adentro gritando en nombre de una ciudad en la que nunca se venden libros en la calle. Ni se regalan flores con tarjetas simples para vidas complejas. Alguien me pide que rinda obediencia a quien exige mi sumisión. Como un gato callejero al que le faltan vidas.

Todo lo que eres se va contigo. A donde vayas. Y puedo ser muy estúpida para librarte de la culpa. Puedo acostarme con tu mejor amigo para convertirte en un famoso escritor, ya sabes, la gente feliz no escribe.
Háblame de tus traumas.
De los que solucionaste.
De los que no pudiste.
Y de los que no quieres deshacerte.

Aunque en realidad, son los últimos los únicos que me importan: traumas por convicción propia, porque es mejor vivir en el error que caer en el acierto.
Hoy me he dado cuenta de que te fuiste de casa para dejar de oír a tu conciencia, como quien apaga el televisor cuando bombardean Siria. ¿Soy para ti un conflicto internacional entre tus hemisferios?

Ya no voy a besarte en ninguno de los días de mi vida y nunca ningún día de mi vida ha tenido tan poco sentido.
Tan poco sentido escribir a quien lee para otra.
En otra habitación frente a otra ventana desde la que se ve diferente la luna. Más grande, como un queso redondo que me recuerda que una vez fui ratón y me dejé caer en la trampa. Sin patalear, como el condenado a muerte que asume con entereza su final.

¿Algún pecado capital?
Todos. ¿Qué es sino vivir? Pecar hasta que te nieguen la entrada al reino de los cielos, porque yo no creo en nadie más que en ti. Y fíjate para lo que me ha servido.

Matar en nombre de un Dios misericordioso. Como un títere al servicio de otro.

Estoy usando palabras que otros han gritado. Palabras que otros han escupido. Palabras que se han usado para hacer temblar algún corazón, a veces el propio a través del ajeno. Como casi todo en la vida.

Porque lo que es propio a través de lo ajeno, es doblemente propio.
Y de repente todo se convierte en lugar. Que no destino. Porque los destinos limitan mientras que los lugares abarcan. Todo se convierte en lugar donde contener el aliento, porque hay cosas que desaparecen con solo respirar.

No quiero escucharte los pulmones, quiero sentirlos quietos, como bestias que se amansan abandonándose a su suerte.

¿Buena o mala? Y es mejor que sea mala para ser capaces de apreciar la buena. ¿Sabrías lo que es vida sin muerte?
He respirado. Joder. He respirado y ya no hay lugar.

Y claro, ¿a dónde van dos personas que no encuentran su lugar en el mundo?
Contengo el aire y me concentro, pero hay quien solo sucede una vez. Me lloran los pulmones y me acuerdo de un millón de enfermedades que te paran el corazón.

Seguramente no hagamos nada demasiado grande, pero guardo la nota que me escribiste después de marcharte:

‘’Nunca se si irme
o si quedarme:
dualidad’’.

martes, 22 de noviembre de 2016

Días tristes y libros preferidos.

El día más triste de mi vida me dijiste que llegaría a ser feliz. Que ironía. El día más triste de mi vida me dejabas un cadáver sentimental en el salón de casa, con el ataúd cerrado porque el muerto estaba irreconocible. Todos hablaban de sus vidas, con esa manía que tiene el ser humano de ser el centro de todo, incluso aunque no conozcan al difunto. El centro del día más triste de mi vida, ni siquiera era yo.

Llevaba días poniéndome la ropa interior negra, y la pasta de dientes ya nunca era de fresa. Y me iba al trabajo y volvía a casa, y comía y dormía. Como un animal herido que sigue con su vida cuando su dueño se va de vacaciones y le abandona en cualquier arcén. La inercia de los días. La angustia del ir y venir de acontecimientos que no te esperan, de personas que siempre preguntan lo mismo, de colores que siguen sin sentarte bien.
Hoy he recogido todo el piso, he amontonado toda nuestra vida en unas cuantas cajas de cartón, y te he vomitado por todas las esquinas. Siete me mira desde el rincón más oscuro, ya no le toco porque su ronroneo me recuerda al tuyo. Al sonido con el que te desperezabas. El día siguiente al día más triste de mi vida te odio.

La chica de la biblioteca dice que has pasado por allí. ¿A quién le lees ahora en voz alta? Todo gira con demasiada fuerza y me recuerdas a un huracán que mueve las páginas de mis libros preferidos y caigo en la evidencia de que coincidimos con cada uno de ellos, con los párrafos más amargos, justo en el momento en el que ella no llega al aeropuerto, en el mismo instante en el que él no encuentra los motivos para quedarse a su lado, en la línea que dice: ‘’lo siento pero tengo que marcharme’’.

El día más triste de mi vida descubrí que eras mi libro preferido, mientras todos los vientos del norte soplaban en el edificio más frío de Madrid.

¿Cómo se puede echar tanto de menos aquello que siempre ha sido un error? Se me acompasan los órganos vitales mientras se me descuadra la vida tan rápido que no me da tiempo a guardar nada para cuando me sienta mejor. ¿Y si no me siento mejor? Eso no lo había pensando. Si no llego a sentirme mejor no tendré que guardar nada porque el después del después no será distinto a ahora.

Como mucho polvo, que siempre vuela más fácil que el recuerdo. O más rápido. Como mucho polvo gris que nada tiene que ver con la vergüenza de que nos hayan pillado follando en el baño de cualquier bar. Polvo que huele a hueso triturado, a saliva ácida que corroe la piel, y que no pesa pero duele sostener.

Siento un escalofrío y noto tu boca engreída cerca de mi oído: ‘’no te olvides de que el fuego lo guardo yo.’’ Claro, el fuego eres tú y yo el polvo, polvo antes siquiera de ser ceniza. Y soplas, hasta que te duelen los pulmones de airear nuestros recuerdos.
Me concentro en sentirme mejor y escucho como gotea la pecera de nuestra habitación. Una y otra vez dando contra el mismo lugar mientras los peces de colores salen de mis ojos, a borbotones porque les he prometido el mar. Un mar de dudas agrias que sabe a las primeras mandarinas que las madres preparan en la merienda de sus hijos. Porque tienen vitaminas aunque estén agrias.

Porque sucedimos aunque ya no seamos.
Ahora mis peces de colores me odian y se me han quedado los ojos vacíos. Tengo aire de fin del mundo, de patriota que no vuelve de la guerra. De mutilado que sigue sintiendo el calor del miembro amputado junto al frío de la ausencia.

El día más triste de mi vida nadie me dejó decir que estaba triste. Y tú mientras reías y nadie te dijo que no lo hicieras.
Recuerdo que me pillé el dedo con la puerta y que la sangre salía a borbotones y entonces lloré y me dejaron. Claro, eso sí. Me dejaron y yo fingí que no lloraba por ti, porque no se llora por las cosas que no tienen solución.

¿Eso quiere decir que no volverás?

He roto los seis jarrones de la entrada para que parezca una salida, porque nadie pone flores en las salidas ¿no? Pero aun busco la forma de escapar de aquí.
El día más triste de mi vida me perdí en la biblioteca de un pueblo del sur.

Quizá esté buscando mi nuevo libro preferido.
Quizá no tenerlo sea por primera vez mejor que haberlo encontrado.




 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

La inercia de un portazo.

Pensé en decirle que saliera de casa. ¿De qué casa? Me gritaba a mi misma. De que casa si todo mi cuerpo se había abierto como un templo cobijando a la mala conciencia de aquel creyente, latente como el pecado en un trozo de carne un jueves santo.

Le miró condescendiente y se retorció como si se le encogieran los órganos vitales ante todo lo que queriendo decir, no diría, pero sobre todo, ante todo aquello que queriendo esconder, se le escapa a raudales a través del silencio mortuorio que le recordaba a todos los suicidios emocionales que había conseguido arreglar con algo de poesía.

Pero seguía respirando, y que se hace con el amor cuando sigue vivo mientras todo parece arder alrededor. Hemos follado tantas veces encima de nuestra propia tumba que tenemos en contra a todos los fantasmas que saben de nuestras absurdas reconciliaciones.

Y si vuelves a hablarme de simulacros, de salidas de emergencia, de correr despacio para alcanzarme, te juro que voy a perder el juicio y podré protagonizar los versos de algún desgraciado que anda deseando enamorarse de una loca. Le diré todas esas cosas que tú me decías, que no le convengo, que no soy lo que piensa porque mientras él me piensa yo pienso en tu bragueta. Le diré que no es justo para él, pero sabré, tanto como lo se ahora, que lo cierto es que no es justo para mi.

Tú no eres justo para mi, porque nada que resulta insuficiente, puede serlo. Y ahora me gritas, que no lo has hecho aún, pero conozco la decadencia de memoria, la nuestra,  que me largue. Y toda esta historia pasa por mi cabeza como una película mala en blanco y negro. No te me pongas muy a tiro, pienso. De pistola o de la cama. La cocina. O la pared del cuarto del fondo.

No te me pongas muy a tiro porque detesto reconocer mis vicios. ‘’Yo no tengo puntos débiles’’. Me dijiste. Pero no me conocías. Ni sabías, porque aun no era el momento, que en mi armario siempre hay una falda a la que le faltan cuatro centímetros. Los justos para que subiendo los escalones de casa, olvides el camino de vuelta.

Y mírame, que yo se tan poco de esto como tú, pero mejor así. Decía Albert Einstein que si juzgas a un pez por su capacidad de trepar un árbol, vivirá toda su vida creyendo que es un inútil. Y tú me has puesto a los pies de la cama, el jodido Everest. Mientras yo echo de menos mi pecera.

¿No lo entiendes? No puedo ser quien tú pretendes, y de todos modos, si es que lo fuera, el problema no sería otro que el hecho de que tú seguirías siendo tú. El cobarde guapo del bar de abajo. Solo buscas un amor imposible con el que justificar todos tus revolcones. Bien, pues ahora hablemos de azoteas.

¿Cuánto hace que no subes a ninguna? Que no te contoneas como si fueses el rey de aquella ciudad de mierda que duerme cuando nosotros hacemos el amor con rabia. Y gritamos desde arriba que no nos queremos, pero que somos lo mejor de lo peor de aquel lugar aburrido. Mi azotea tiene las piernas de par en par para que sea más fácil que te creas sus mentiras.

¿No querías sentirte en casa mientras afuera todo se desplomaba? Recuerda que hay apátridas que lo son por elección propia. Exiliado cobarde de una guerra de dos. Y el mundo sigue, porque me he asomado a la ventana y lo he visto. No creas que se ha escondido. Ahí está, como si tu ausencia no le desgarrara por dentro. ¿Soy la única que te echa de menos? Nadie paraliza una obra con la firma de un solo vecino.

Y mi perra no come, ni ladra, ni muerde. Y mi gato no duerme, ni maúlla, ni bebe. Y todo lo que ayer era hogar, ahora me resulta tan desconocido. He dividido la habitación en parcelas de autocompasión. Pero no te creas tan importante, la poesía ha decidido quedarse. Aun sin ti. Aquí está. Y me mira desde el alféizar de la ventana, convaleciente, pero respira.

¿Ves? No todo el arte se va contigo.

Y puedes estar orgulloso, allí donde te hayan llevado tus ganas de olvidarme, porque en mi estantería quedan pocos autores con ganas de hablar de ti. Se están reconciliando conmigo, que no resulto muy buena compañía pero llego siempre a casa a la misma hora susurrándoles que no hay nada en el mundo que me haga abandonar la poesía.

Y se sienten a salvo. Entre tanto desorden. Entre tanto alboroto. Entre relojes que no dan la hora por si las moscas, o los años, o las penas.

A veces, dejamos a alguien con la intención de que se quede. Pero hay cosas que cambian de lugar cuando marchamos. Y se que no vas a entenderlo, y que me dirás aquello de que quien se va, siempre puede volver. Y sí, quizás tengas razón, pero no esperes encontrarlo todo en el mismo sitio.

La inercia del portazo vuela todo por los aires.

Pensé en decirle que saliera de casa, pero cuando conseguí articular palabra, estaba sola. Sola entre cuatro paredes y todo, absolutamente todo, había cambiado de lugar.

Incluida yo.

 


martes, 13 de septiembre de 2016

Cuando tarde es siempre a tiempo.

Estoy aquí a tiempo. 
Lo se cuando te miro. 

Estoy a tiempo porque a ti nunca se puede llegar tarde, por muy tarde que sea. Estoy a tiempo en ti mientras siento que debería de haber llegado antes. Antes del polvo y de que volaran las cenizas. Llegar a ti con la primera ecuación y las faldas a cuadros. Cuando empezamos a mentir por casa y prometemos que nos ha recogido el padre de una amiga que no existe. 

La vida habría sido más vida. 

Pero ahora que estoy aquí y que en ti nunca es tarde, déjame que te diga que eres el momento perfecto, por mucho que sienta que no he tenido el tiempo a mi favor. Pero te tengo a ti, y sospecho que hay pocas cosas mejores que esa. Mandarinas y polos de limón. Y tú. Tú en tus mil maneras de manifestarte dentro de una vida que se empeña en simplificarnos hasta el punto de hacernos marionetas infectadas de pautas que no me interesan. Tú fuera de estereotipos manoseados. 

Me has bajado las bragas entrando por mi cabeza. 

Eres arte en esta sociedad enferma, las manos frías cuando la fiebre del conformismo nos pone contra las cuerdas. Y te siento latir en tantas partes de mi que a veces creo que te he invitado a que vengas a vivir; a que te instales entre libros y revoluciones internas. No puedo prometerte demasiado orden, pero puedo hacerte promesas desordenadas que te sepan a libertad compartida, y cumplirlas todas para ser siempre el deseo de tus tartas de cumpleaños. 

Te echo de menos todo el tiempo, y eso si que he debido decírtelo, o lo he pensado cuando dijiste aquello de masturbarnos el alma o aquel día que hablaste de la lluvia y mi pelo. Mojado. Chorreando. Y de nuevo sexo. Descontrolado, como pintar con las manos. Eléctricos. Me encienden tus formas. Y más sexo. Con su ingrediente más secreto. Tanto amor que no te cabe en el pantalón mientras te escucho latir el pecho. 

Boom. Boom. Boom. 
Y volamos este planeta de mierda 
por los aires 
mientras nos hacemos añicos con él. 

Quiero recogerte a piezas y volver a montarte. Y correrme en lo más profundo de ti hasta que la palabra ‘’superficial’’ me de arcadas. Vamos a entrelazar las manos, los dedos, los años, que no sepamos mirar la vida desde perspectivas distintas. No voy a suplicarte que te quedes, pero mejor no te vayas, porque he descubierto otro tipo de poesía agarrada con fuerza a los huesos que tienes bajo la piel; y me muero por besarlos. Así que pienso quedarme hasta que no nos envuelva carne para seguir queriéndote con la eternidad que merece el arte. 

Sumisión de ojos grandes perpleja 
frente a todos los gestos 
que se te escapan sin querer 
y me ralentizan los reflejos, 
porque hay cosas que no quiero esquivar. 

Cardiopatía de culo bonito, déjame que te diga que estoy aquí a tiempo porque a ti nunca se puede llegar tarde, y sin embargo, que pena no haberlo hecho antes. Déjame que meta todas mis creencias en tu boca para crear una religión que me permita bautizarme en tu saliva y venerar cada uno de tus pecados más capitales. Conmigo a la cabeza. Y a la cama. Y a los cientos de sitios que contigo, tienen magia. Tiernamente cachonda acurrucada en tu pecho, que esta vez suena a tic-tac y vuelve a recordarme que ojalá hubiese llegado antes. Porque llegar a ti es siempre llegar a todas partes. 

Tienes un jodido mapamundi 
anudado a las muñecas 
y todo un planetario en las caderas. 

Me hundo en tu pantano y salgo llena de barro; me apetece casarme con las partes más turbias de ti. Déjame que baje a los suburbios de tu ser, que me ponga cómoda y me desnude, voy a gemirle al demonio que guardas bajo la cama hasta conquistarlo, porque todo en mi quiere todo de ti. Quiero meterte las manos en el pecho y llenarte la caja torácica de explosivos, y ahora mi amor, quiero que te desnudes tú y me enseñes tus fuegos artificiales. 

Pareces una verbena de verano 
donde nadie conoce invierno, 
y Enero no tiene hueco en el calendario. 

No quiero hacer otra mudanza, después de tus vistas a Central Park nevado, dime que iba a convencerme. Después de tu sabor a sandía y tu olor a mar. Quiero parirte de lo más profundo de mis entrañas, envuelto en mis más inamovibles principios, cogerte entre mis brazos y decirte que, aunque estemos aquí fuera, conmigo tú siempre vas a estar a salvo. De ellos. De los otros. De todos. 

Y regalarte un planeta 
por tu vigésimo segundo cumpleaños. 
Y un trocito de amor transgénico 
con forma de pizza. 

Para que puedas llevarme a la boca. Para que pueda deshacerme en tu paladar. He contado la verdad con algo de prisa, pero a veces tengo ganas de mentir y decirle al mundo que no existes. Por si otras manos, u otras piernas. Por si alguna más se interesa por tu hueso. Ya no me siento una parapléjica emocional, y es que aunque a veces sienta que no he llegado a tiempo, a donde narices voy a ir después de haber puesto los pies en tu universo. No cabes dentro de la palabra ‘’ultramar’’ y aunque no quiero aprenderme los trucos, estoy a punto de pedirte que me expliques tu magia. Me puede esta desidia de no saber cuanto tiempo estarás por aquí. Ojalá las próximas vidas y todas las sucesivas muertes. 

Porque ni juntando 
todas las pecas de este país, 
puedo explicarte 
lo mucho que necesito que te quedes. 

Aquí. En mi. Callejeando por El Bronx en pleno tiroteo mientras me siento atraída por tus balas. ¿Quién dijo que había que ser lugar para que te habiten? Tengo tu hogar cerquita de las ingles, en la parte interna de los muslos. Te he preparado chocolate caliente y mis lunares tienen electricidad. Hay a quien nunca se llega tarde, porque a veces llegar, parece ser lo único importante. 

Y aquí estoy, 
por amor a ti, 
y al arte. 




sábado, 18 de junio de 2016

No me dejan decirlo, pero te echo muchísimo de menos.

Siempre hay un punto en el que el retrovisor de tu coche no te enseña lo que llevas a la espalda; y un espejo que refleja todo lo que no tienes; y unos zapatos que te están pequeños aunque sean un par de números más grandes; vaqueros viejos que compraste ayer y jarrones en los que dejas paraguas mojados. 

Y así sucesivamente.

Cosas que sin tener porque, pasan. Y otras que aunque deseamos con todas las fuerzas que Paulo Coelho nos exige, no van a pasar jamás. Y jamás es siempre. Siempre vas a querer que suceda eso que jamás pasará.

Y te muerdes las uñas. Y te impones toques de queda emocionales que te empujan a ceniceros llenos del cigarro de después. Pero el después del después, siempre es agotador. ¿Alguna vez has cenado sin hambre? Pero cenas.

Pues respira aunque pique.

Se un humano muy muerto que se mueve poco y que padece artritis; pero respira, porque rendirse siempre es una opción pero mejor aguanta. Hasta que duela tanto que la poesía vuelva a tener sentido.

Dicen que aceptamos el amor que creemos merecer, del tipo que sea. Pero no dicen nada de aceptar que no merezcamos amor. Ni de imposibles. Y si la cantidad de imposibilidad pesa más que la cantidad de amor, ¿qué merecemos entonces? Y no digas compasión. Aunque lo pienses. No digas compasión porque eso no arranca la ropa y en Agosto siempre sobra. Se práctico, que con la teoría nadie sabe si ese culo necesita una treinta y ocho.

Y tampoco digas que estabilidad, no me seas aburrido. Ni romanticismo, no me seas cursi.

Se algo mejor de lo que espero que seas y así jugamos a que estar juntos nos hace ser mejores personas.

Me ha picado un mosquito encima de tu cicatriz y de tanto rascar creo que se ha vuelto a abrir; he asomado la cabeza entera y te he visto.

Te echo muchísimo de menos pero no me dejan decirlo. 

Y tienes que quedarte ahí y soplar desde dentro para que vuelva a cerrarse. A veces no sé si eres tú quien me lo pone difícil o soy yo quien lo hace. Hay algo en mí que siempre atenta contra cualquier vestigio de estabilidad sentimental, creo que para acordarme un poco de ti. 

He visitado tu parque de atracciones y hay otra chica que disfruta de tu bipolaridad. Vaya lata. Yo por mi parte estoy intentando cogerle cariño al gato de mi tejado que me mira insistiendo en que le quedan más vidas que a mí. 

¿Has muerto alguna vez por algo importante? Y tu patria no cuenta, a no ser que llevase las bragas de un color y el sujetador de otro, porque en ese caso tu patria debe de ser muy divertida, y entonces siempre cuenta. Hemos muerto tantas veces que el día que lleguemos a la tumba alguien va a chivarse de que ya hemos estado aquí. 

Pero nadie nos va a acusar de mentirosos, porque esta vez hemos muerto de verdad; y me gustaría decir que peleamos hasta el final, pero lo cierto es que no lo sé. 

Estoy intentado estar mejor sin ti, pero no es tarea fácil. 

Después de tanto ruido entre las sábanas, la cama me resulta demasiado dócil, ya no hay bestias que adormecer encima de mi pecho; y aunque no amontono lágrimas -al menos no siempre- lo cierto es que esa sensación de domingo de llovizna, pulula por toda la casa. 

Hay quienes me ayudan a disimular esta tristeza con ejércitos de citas, conciertos y viajes; con el dulce reencuentro de quejarse en compañía; y aunque aún fantaseo con tu recuerdo, lo cierto es que vas perdiendo electricidad a cambio de vida. 

Aún así, no hay un solo rincón en el mundo que no habites y eso que yo ya no te llevo a todas partes. 

Me gusta imaginar que te fuiste queriéndome tanto, que todavía dudas de tus intenciones. Que algunas noches te preguntas sobre decisiones acertadas. Me gusta pensar que te fuiste queriéndome porque si tenías que esperar a dejar de hacerlo, aun hoy seguirías aquí. Y prefiero no saber si me lo invento, déjame abandonarme a la evidencia de que hay lugares que no se vuelven a habitar. 

Si alguna vez quieres probar a volverme a conocer, esta vez podríamos hacerlo bien. Pero si no llega, vamos a dejar que nuestros huesos olviden los besos que calan la piel. Y no te asustes si el fuego nunca termina de apagarse, ya sabes lo que dicen de las cenizas. Y ahora mírate al espejo y lámete la herida, que nadie note que te duelo con la intensidad de no dejarte querer demasiado. 

Aprende sin mí lo que es amar a medias, y guárdame la exclusividad de lo mezquino, tóxico y posesivo. Decías que nunca habías sido así con otras, y yo, que todo lo que dices lo guardo como una reliquia, me sentí especial entre tanta miseria sentimental. 

Si el amor es proporcional al olvido, tengo mucho miedo. 
Y un problema. 

Me esfuerzo por recordarme que han merecido la pena todos los pasos que me han llevado hasta aquí; y que no quiero deshacerlos. Que me gusta haber compartido contigo el asfalto frío de todas las ciudades que nos dieron cobijo; y aunque todo eso sigue allí, ya no me resulta poético follar por sus calles ni gritar nombres desde ningún puente. Los fantasmas de tu recuerdo andaban por allí y te juro que no les tenía miedo. 

El mundo sin ti me parece más sencillo, las cosas están donde deben de estar y nadie planea como derruir tanto muro de Berlín; pero es tan aburrido. 

Ya sabes que no me dejan decirlo, pero te echo muchísimo de menos



                                           

martes, 14 de junio de 2016

Tus cielos por estos mares.

Amor mío, 
te escribo desde no se que lugar de nosotros mismos para contarte que no llegaste a mi buscando un hueco dentro de una zona de confort; tú te expandiste hasta ahogarme, me atropellaste, me salvaste y me condenaste en tantos sentidos tan dulces. Me hiciste volar hasta caer tantas veces como cielos he visitado contigo. No hay un solo pájaro en el cielo triste de esta ciudad que hoy te llora, al que tenga que envidiar. Tu falda volaba más que cualquier ala. He cerrado los ojos y te he visto girar sobre ti misma tantas veces, que me he mareado y se me ha escapado media vida en las vueltas de tus rodillas. Siempre me decías que el amor era libre y que a veces incluso, se escapaba a otras camas para tener la oportunidad de añorar siempre la misma. Y yo, que no entendía nada, estaba de acuerdo con todo. Así que andaba de aquí allí, sobre bocetos y ensayos de amor libre para darme después de bruces con tu nombre escrito en todos los edificios de Madrid. Todo contigo era diferente, incluido yo.

Ahora pienso en ti y siento esa especie de presión en el pecho, como si un centenar de escorpiones estuviesen saltando encima de tu tumba, y todo París no fuese más que un desierto con un monumento enorme rodeado de jardines que me recuerda, que ya nunca vuelo demasiado alto. Ni respiro demasiado profundo por si recuerdo el olor del mar y tu imagen en bikini me genera una erección de esas que se conectan con las ojeras y no dejan dormir al corazón.

No hay un solo triunfo a lo largo de la historia que se haya conseguido con los pies en el suelo, y tú sabías mucho de eso. Me dijeron que estabas loca, pero a mi las morales ajenas disfrazadas de altares que juzgan y miran desde arriba, siempre me han dado pereza. Tú me dabas oxígeno y agua. Y oxígeno y agua. Y oxígeno y agua hasta que me sentía parte de un pequeño universo que se mantenía a flote solo con tu magia. Una planta en medio de Marte. Verde. Grande. Muy grande. Que se ve desde La Tierra si eres un pájaro que ha conocido a una chica como tú. Porque no hay otra forma que no sea esa de volar tan alto. O si eres un pez que nada por las profundidades más oscuras del océano. 

Si supieses el montón de chicas guapas que hay en Madrid sin magia.

Hoy he bajado a la parte más fría de nosotros mismos y he hundido las manos llenas de heridas en el agua helada, hasta que me han dolido tanto como la última vez que te toqué; después las he sacado y las he mirado hasta que se han convertido en polvo pero sin gemidos. En polvo pero sin reconciliación. En polvo sin ti que no es más que polvo. Sucio. Seco. Gris. Y he pensado en Hugo. En Aitor. En Lucía. Y en Daniela. Que nunca van a desprenderse de tu seno materno. Ni a probar tus pezones sin que yo sienta celos. Que no van a tener tus ojos profundos. Y he sentido las cataratas del Niágara dentro de las pupilas, he pestañeado, hasta que me he visto saltando a una zanja llena de cocodrilos. Tú paseabas de la mano por el puente que cruza la zanja. Y yo no podía llamarte porque ya no era pájaro, ni pez.

Ya no tengo espejos en casa. Y la casa ya no es hogar. Hay cristales por el suelo que se clavan en la goma de los zapatos y chirrían. Te llamo a un teléfono que no existe mientras cientos de bombas cardiovasculares se me cogen al pecho y solo se van cuando vuelve algo de amor propio. Del que propiamente te tenía y me mantiene con vida. No hay una sola almohada blanca, por mucho que me restriegue los ojos. Amarillas, con olor a tabaco. Negras, como el pozo cerrado que ambienta una película de terror.

Con todos los cielos que tú tenías, vida mía, como me has dejado en este infierno sin horarios de visitas. Así que, no me taches de cobarde, porque se necesita valentía para asumir esta derrota sin jugar a la ruleta rusa conmigo mismo. Y no temerle a ninguna bala. Que para mortal ya estabas tú con esos aires de vecina del cuarto de las canciones de los ochenta.

Se me está vaciando el mar y el cielo cada día se confunde más con el suelo, quizás amor, estoy volviendo a la mundana normalidad, quizás voy a dejar de estar loco y los días no van a ser otra cosa que nuevas oportunidades para sentirme cuerdo.

Y si eso pasa, mi vida, si eso pasa después de ti, de tus vuelos, y en los edificios de Madrid no hay más que ventanas con la luz apagada a las tres de la mañana, si que creo que voy a perder la cabeza con la tristeza de quien ya no tiene motivos para no mantenerse cuerdo. 




jueves, 9 de junio de 2016

Salvaciones, recuperaciones a medias y salidas.

Yo no quería que nadie me salvara, nunca he querido. Ni siquiera tú. 
Pedirte que me salvaras era pedirte que te fueras. 
Quizás no te lo dije las suficientes veces, que prefería morir para que nosotros viviéramos. Tal vez no lo hice y por eso te fuiste. Y si fue así, no se si martirizarme o agradecerlo. Estoy en ese punto en el que estás a la misma distancia de todo. No insistí en que respirar sin sentir cristales atravesándome la garganta, no era para nada esencial. 

Nunca necesité sentirme bien si sintiéndome mal, estabas aquí. Puede que también, jamás haya tenido demasiado claro que era el bien y el mal. Si estar triste significaba que te quedabas, entonces era feliz, y si yéndote a la larga sería feliz pero ahora me sentía increíblemente triste. Tampoco sabía cuantos encontronazos conmigo misma y con tu ausencia requería aquello de ‘’a la larga’’.
Ha sido muy difícil toda esta recuperación a medias. 

No se si me hacían mas daño tus heridas o las heridas que yo me hacía sobre las tuyas, para no olvidar que tenía que recordarte. Y lo hago, aunque no sepa muy bien de que forma. A veces no podía dormir, enfadada conmigo misma por ser feliz. Ahora ya lo soy y no me enfado. Pero tampoco lo soy todo el tiempo; quiero decir qué, hay días que te sigo dedicando el no encontrarme bien del todo. Pero claro, tampoco se muy bien que es todo y que es nada. Siempre te escapas entre las cientos de cosas que no se que significan porque me dan miedo. 

Otras noches, en cambio, escuchaba tiroteos y manos que me apretaban el cuello para que saliera de allí. Pero el premio siempre era quedarse y repetirme que no quería salvarme. No quería salvarme pero quería que te salvaras tú, quizás por eso no insistí más. Porque la única forma de salvarte tú era irte. Tú creías que me salvabas a mi y yo creía que lo hacía contigo, y esa era nuestra forma de querernos.  No se si estaba bien o si estaba mal, porque como ya dije, no se que suele estar bien o que suele estar mal. 

A veces me recuerdo a mi misma lo duro que fue perderte hasta que me hago llorar y luego me obligo a vivir apartada de ti, hasta que me hago reír. Y así todo el tiempo.  Y cuando cierro los ojos hasta que todo está oscuro, veo cientos de cuervos devorando cadáveres que se amontonan dentro de una casa de madera llena de termitas, y eso que debería de darme miedo, se lo cuento a mi psicólogo como fascinada por todos los estragos que has hecho en mi. 
Porque los has hecho. 

Mi hermana dice que hay personas que marcan y que tú lo hiciste conmigo, y que además, solo se quiere así una vez en la vida. Y menos mal, porque no creo poder salir viva de otra historia como esta. Así que ahora quiero más despacio, y follo con el corazón liado en cinta aislante, para que no pase la electricidad. Pero aun así quiero mucho; aunque tampoco sepa que es mucho y que es poco. Pero creo que es mucho porque hay días en los que me siento. 
Otros no, claro. 

Le he preguntado a mi hermana si ella sabe porque me marcaste, porque ella suele saber mucho más que yo. Pero dice que no lo sabe, todas las grandes preguntas van siempre acompañadas de la misma respuesta; cuando no se tiene ni idea del porqué, entonces es cuando se sabe todo. 
Incongruencias del sistema cardiovascular. 

Otras noches, como te contaba, sentía una estampida de miedos, de sensaciones que se aglutinaban y me ponían contra las cuerdas hasta que me sangraba la espalda, mientras me gritaba a mi misma que no quería salvarme. No me llevaba muy bien conmigo misma, ni me gustaba pasar tiempo en mi compañía. No quería ni validación ni aprobación propia. Tampoco es tan difícil vivir al margen de hemisferios de ti misma con los que no mantienes relación, es como asistir a una fiesta en la que solo hablas con quienes compartes opinión. Y así una y otra vez, una y otra vez, hasta que el círculo se reduce y toma tintes de bucle repetido. 
Y vienen las náuseas. 

Tú siempre me has querido, yo lo se. Me has querido más de lo que me he querido yo. Y me has cuidado. Y tu huida no puede echar por tierra todo eso. También me has mentido y me has abandonado, y otras veces, me he abandonado yo. 

Algunos días me pregunto que te diría de entre el montón de cosas que me gustaría decirte, y siempre llego a la misma conclusión, te diría que no puedo perdonarte el haberme sentido tan sola. Y después, siempre pienso que no se si eso fue culpa tuya o mía. 

Si alguno de tus conocidos lee esto, tú te defenderás diciendo que me buscaste, que después de la decimosexta vez que te fuiste, me buscaste. Y ojalá que eso sirva para aplacar el juicio de los demás, y el tuyo propio. Porque no quiero que nadie sea duro contigo, ni siquiera tú mismo. Y porque además, es cierto, lo hiciste. Pero yo, que llevaba tanto tiempo sin hablarme, empecé a darme voces. Y tenía poco tiempo, y vivía acelerada para no pensar. Creo que hice lo correcto para esta recuperación a medias. Y si me preguntas que porque lo creo, te diré que no lo se. Como siempre se dice a las grandes preguntas. No lo sé pero lo sé. Y tú también. Porque despegarnos de cuajo fue la única forma de empezar a oírnos a nosotros mismos. 

Imagino que tengo que darte las gracias por haber dado el paso, y haber asumido quedar de cobarde por los siglos de los siglos, solo para que pudiésemos volver a reconciliarnos con nuestra existencia. Hay una frase por ahí que dice que hay quienes simplemente no son para ti, pero ellos no tienen la culpa. Y estoy de acuerdo con la primera parte, con la segunda no tanto. Quizás porque creo que siempre pudiste quererme de otra forma. No más. Solo de otra forma. Aunque que importancia tiene ya eso. De igual modo, lo cierto es que gracias a tu forma de quererme, mal, por supuesto, yo he aprendido a querer mucho. He aprendido que se querer mucho. Querer más de lo que se odian dos personas peleándose frente a una demanda de divorcio. Tal vez solo pueda quererte mucho y así, a ti, pero eso no importa, porque se que puedo hacerlo. Es como quien escala una montaña tantas veces que se siente en casa, y si de repente le proponen escalar otra, siente pánico y se ve incapaz. Que más da, si la suya la escala como si hubiese nacido para eso. Que entiéndeme, espero haber nacido para mucho más, pero ser capaz de haberte querido como te quise, equivale al mismísimo Everest. 

Después de que te fueras seguí gritando que no quería salvarme, y quienes lo intentaron con fórmulas matemáticas, con sexo esporádico o con compromisos acelerados, se dieron de bruces con alguien que adoraba estar medio rota. Porque estar rota por ti era estar preparada para otras cientos de cosas que ya no iban a dolerme tanto. Tú siempre me decías que era muy fuerte, y aunque esquivo las galletas tostarica en un intento de evitar el revoltijo de meriendas llenas de recuerdos, quizás si lo sea. Quizás lo sea mucho. ¿A qué si? Quizás lo sea tanto que ni siquiera pueda serlo más. Solo que claro, a veces titubeaba, porque hemos tenido tantas cosas buenas, puede que casi todas lo hayan sido, porque dentro de esa manía tuya de quererme mucho y mal, siempre sabías hacer las cosas bien. Esto es un homenaje a tu cuerpo sin vida dentro de mi habitación, y no hablo bien de ti porque siempre se hable bien de los muertos. Lo hago con razón y con peso. Y porque ya no me dueles como duelen las cosas que solo hacen mal. 
Porque me has hecho bien. 

Planeaste mi muerte directriz a directriz y has dejado que yo organice mi vida con la libertad condicional que se le da a quien empieza con sus primeros pasos. Porque se que estabas si te hubiese buscado. Has sido una nueva medida en este universo lleno de recovecos, y después de ti, quizás ya no vuelva a darme miedo ningún otro infierno. 
Quien sabe. 

Aunque he vuelto a querer, claro, mucho aunque no tanto. Porque mi hermana dice que solo se quiere así una vez en la vida, y yo la creo. Con los ojos tan vendados como los tenía contigo. La creo con todos los semáforos en rojo y coches en todas las direcciones. Ya no pienso que la debilidad sea dejar de ser fuerte. Ser débil cuando se quiere como te he querido, solo te hace ser humana. Así que acepto un corazón que por instantes sea frágil, pequeño, poco decidido y desconfiado. Que vamos a hacerle ¿verdad?. 

Todo después de ti ha cambiado, eso seguro. Sobre todo yo. He cambiado tanto que ya no se si te gustaría, pero espero que tú estés igual y así siga teniendo sentido todo lo que cuento sobre ti. Las heridas tal vez sean feas, pero si te vas a la raíz, donde aun hay vida, quizás te sorprenda tanto oasis. No voy a quitar tu templo, hay cosas que son sagradas y de las que no quiero terminar de curarme mientras me dejen enfermar frente a otras. Si me prometes ser compatible con el resto, y permitir que me llene la boca con amor, yo prometo guardarte siempre un sitio, aunque ya no te rece.  Aun a pesar del poco desahogo espacial. 

Se que a veces no te quieres, quizás porque es difícil quererse más de lo que te quise yo, y ahora quererse menos suena a desperdicio; pero no te des demasiada guerra, que ya hemos tenido suficiente. Si necesitas razones, yo las tengo todas, y te las di, ¿lo recuerdas? Búscalas porque yo sigo creyendo en ellas. Y aunque tú resumas todas las posibles formas de estar con alguien, igual se me ocurre una nueva manera. Y a ti también. Dile a quien sea que haya por allí que te recuerde todos los motivos, y cuando al primero que te pregunte ''¿por qué te gusta?'', le respondas ‘’no lo sé’’, algo irá bien. O mejor. 

Yo nunca he querido curarme de ti, ni salvarme. Me siento en equilibrio dentro de cualquier montaña rusa mucho más que en las líneas socialmente rectas. Ahora que ya estoy mejor, que me he operado a corazón abierto y he meado gota a gota toda la anestesia hasta sentirme despierta; que puedo volver a ver porno duro y sexo sucio, quiero hablarte de salidas. 
En toda habitación cerrada hay una. 

Cuando hayas llorado hasta que se te encharquen los pulmones y las lágrimas ya no te molesten en las pupilas, vas a ver la salida. Y alguien va a concederte la oportunidad de que desconfíes. Tú mismo vas a concedértela. Mientras estés en esa habitación, mastúrbate. Quéjate. Grita que el mundo es una mierda y no dejes que nadie cuestione como deberías de sentirte. Hay monedas que solo tienen una cara cuando las encuentras. No te preocupes si nada es lo que parece. 

Vas a encontrar una salida y lo mejor de todo es que al otro lado, no voy a estar yo. 



miércoles, 25 de mayo de 2016

Nuestros muertos.

Escucho las voces 
de los que nunca llegan; 
de aquellos a los que se les oprime 
con conciencia 
y se les exige sumisión. 

Las voces de todos los muertos 
que paseamos con himno y bandera; 
a los que otorgamos cinco segundos 
en televisión.

Globalización parcial 
solo de aquello 
que nos interesa enseñar, 
y lo demás, 
con ligereza, 
que parezca un poco 
menos dramático 
el dolor de a quienes 
hemos arrancado 
del vientre de su patria, 
hasta convertirlos 
en fetos sin madre; 
hasta hacerles vomitar uno a uno 
el recuerdo de las calles 
por las que no volverán a jugar.

Estamos mintiéndonos 
a nosotros mismos 
autoinflingiéndonos la idea 
de que proclamando nuestro apoyo 
a los derechos humanos, 
es suficiente; 
pero ninguna protesta pasiva, 
ningún convencimiento dormido, 
es suficiente frente al ruido 
de un niño que despierta hambriento 
en el seno de una familia muerta. 

Lo más curioso es que 
cuanto más tenemos, 
menos creemos poder dar; 
menos queremos ofrecer. 
Entonces más es menos, 
siempre. 

Más dinero, 
más poder, 
más comida, 
más ropa, 
se vuelve ineludiblemente 
en menos generosidad, 
menos empatía, 
en definitiva, 
menos humanos 
y mucho más otra cosa 
que se retroalimenta 
de valores infectados 
de vergüenza. 

Que es lo que siento, 
y lo siento. 

No quiero formar parte 
de una sociedad 
que proclama, 
como ensalzados 
en orgullo y verdad, 
que si no hay trabajo 
para los españoles, 
como va a haberlo para el resto. 

Hace unos días, 
en mi barrio, 
en el que no caen bombas 
ni llueven cadáveres, 
pusieron un centenar de palmeras 
y de farolas, 
como si fuésemos a ser exhibidos 
a la más prestigiosa 
de las revistas de decoración. 

Si dejásemos de aportar 
para esas cosas, 
entre otras cientos 
de dudosa importancia, 
estoy segura 
de que podríamos realizar 
verdaderas campañas 
de solidarización 
con todos aquellos 
que solo buscan sentirse 
parte de algún sitio; 
dormir sin el miedo de despertar 
en medio de un tiroteo. 

España tiene 
los brazos cerrados 
mientras miles de personas 
corren hacia ella 
para darse de bruces 
con crueles acuerdos 
que ponen en entredicho 
sus propias vidas. 

Si hoy te dijeran 
que no puedes salir de una ciudad 
que están bombardeando 
porque hay ciertos 
intereses económicos 
por encima de la vida de los tuyos, 
¿qué me dirías? 

Además, 
para sumar otro grado de sandez 
a toda esta situación, 
te pediría que te comportaras, 
que no perdieras los papeles, 
que no intentaras entrar 
de manera ilegal, 
que obedecieras a las autoridades 
y que además, 
te sintieras agradecido.

Te devolvería a la calidez 
de un hogar 
que se cae a trizas 
con la dulce nana 
de casas y personas 
que estallan por los aires 
en nombre de una guerra 
que nadie te ha explicado, 
en la que no participas 
ni quieres hacerlo, 
de la que no te sientes miembro 
y a la que no rindes 
ningún tipo de homenaje.

Estamos alimentando 
odio, 
resentimiento, 
rencor 
y rabia; 
nos estamos separando 
como si no todos 
fuésemos personas.

Los tachamos de ser todos iguales, 
de su religión, 
su cultura, 
su manera de vivir. 
Y que pena 
que nuestras mentes 
cerradas y tercas 
no alcancen a ver 
que no hay 
un patrón de conducta; 
que formamos parte, 
casi por inercia, 
de un territorio, 
de unas circunstancias 
y por supuesto, 
de un estilo de vida, 
pero que nada de eso determina 
que se cultiven bestias.

Miremos con recelo 
al terrorista 
o al kamikaze 
por el simple hecho de serlo, 
porque no hay motivo 
que impulse la barbarie 
y aunque algunos de ellos 
proclamen que si los hay, 
no es más que la excusa del tonto 
que necesita creer 
que no es un monstruo. 

Pero si lo es. 
Siempre lo es. 

Se escuchan los pasos de alguien 
que nunca termina 
de salir de casa; 
y los gritos adentro de una madre 
que ya no lo es 
y de un hijo que tampoco; 
y al otro lado 
de una frontera traicionera, 
en una casa 
en la que se cena en familia, 
con el televisor encendido, 
un hijo que si lo es, 
cuenta a una madre 
que también lo es, 
algo sobre un amigo del colegio 
que no come cerdo. 

Pero que baila, 
que ríe, 
que juega, 
que canta 
y que quiere a su familia 
tanto como quieres tú a la tuya. 

Al que su madre 
prepara bocadillos y galletas,
 y le besa las rodillas 
cuando se cae en el parque. 

"Su mamá lleva velo". 
Y qué.

Se escuchan las voces ahogadas 
de cuerpos sin vida 
apilados uno contra otro 
mientras nosotros acallamos 
nuestras conciencias 
convencidos de que 
no hay forma de ayudarles, 
de que hemos hecho suficiente. 

Sumergidos en convencimientos 
morales y éticos 
que nos permitan 
no sentirnos igual de monstruos 
que aquellos 
a los que tenemos miedo. 

Ahora yo te pregunto una cosa, 
¿si la solución 
a un atentado aquí, 
como el de Bruselas 
o el de Francia, 
fuesen más bombas allí, 
estaría todo resuelto no? 

Quiero decir, 
si la solución a la violencia 
no es otra que más violencia, 
ya debería de estar solucionado.

Se escuchan las voces de familias 
que quizás un día, 
podrían ser la tuya; 
las voces de unos muertos.


Nuestros muertos.