jueves, 28 de abril de 2016

Cuando Martina se fue.

Hacía tres días 
que Martina no llamaba. 
Tres espantosos días.

Y si cada día eran 
sesenta y cinco besos, 
cuatro polvos 
y ciento veinte caricias... 
Martina me debía 
los de tres días enteros.

Recuerdo que sonó el teléfono 
y era su voz. 
Frágil, 
como la primera flor 
después de un frío horrible.

Y de repente, 
silencio, 
ausencia. 

No recuerdo nada más, 
salvo la sensación 
de estar sosteniendo 
sobre los hombros 
todos los edificios de Madrid.

No volvió. 

Como no vuelven 
las oportunidades 
ni el tiempo; 
como no vuelve 
quien se marcha del país 
y se enamora de una piel morena 
que habla dulce.

Martina no volvió 
y yo tampoco. 
Algo dentro de mí se desactivó; 
y se enemistó con mi hemisferio sur. 

Toda la casa olía a cerveza 
y había tabaco 
en todos los lavabos.

El primer cigarrillo 
me desgarró la garganta. 
¿Cuánto hacía que no fumaba? 
Pero aguanté, 
con los ojos cerrados.

Como la primera vez 
que le dije que la quería. 

Llevaba un vestido de flores 
y olía a vainilla. 

Todo París 
le cabía en la sonrisa. 

Nos habíamos dado la mano 
por séptima vez 
en la avenida Monserrat.

Me contaba cosas 
sobre el trabajo 
mientras yo la miraba, 
embobado, 
con miedo de no retener 
todos los detalles. 

Dos lunares 
sobre la comisura 
izquierda del labio, 
quince pecas en la nariz 
y los ojos, 
quizás, 
más miel que nunca.

Te quiero. 

Y sus ojos se abrieron 
como platos, 
le cabía toda la vajilla 
de la casa de mis padres.

Pero se ha ido 
y no sé dónde dejó 
mi camisa azul. 

A la blanca le faltan 
algunos botones 
y me he pinchado 
todos los dedos 
intentando arreglarla. 

Martina parecía hogar cuando cosía. 
Olía a sabanas recién lavadas 
y siempre daba ganas de vacaciones 
en cualquier lugar del sur. 

Anoche me llamó Aitor, 
me dijo que me vendría bien salir 
y tomar el aire.

Y recordé el vuelo 
del vestido de Martina 
en cualquier bocacalle 
y sus rodillas huesudas 
augurando lo que venía después 
si el viento soplaba 
un poco más fuerte. 

Aquello era suficiente 
para excitarme durante días, 
dos rodillas que caminaban 
en mi dirección.

-¿Salir? ¿A dónde?

Y acabé en el primer bar 
que mis amigos me impusieron 
como terapia.

A la quinta copa, 
la chica de al lado 
se parecía tanto a Martina 
que le pedí matrimonio.

Acabamos en la cama, 
con poca ropa 
y la piel se volvió lija. 

Me escocía cada poro 
y me chorreaban conversaciones 
que nunca supe interpretar. 

Cuando algo se tuerce, 
durante unos cuantos días, 
paramos el tiempo 
y tratamos de buscar, 
entre un baúl oxidado y viejo 
lleno de recuerdos, 
en qué momento se torció todo.

Nos torturamos por todo aquello 
que se nos escapó, 
como tú Martina.

Como tú.

Porque he perdido tantas cosas 
a lo largo de mi vida, 
aquella maleta 
en el primer viaje de secundaria, 
el abrigo que me compró mi madre 
para aquel traje azul, 
las ganas de estudiar arquitectura 
y la motivación 
por recortarme la barba,
pero nada en el mundo 
me había dolido 
tanto como tú. 

Cuando pierdes algo 
tan valioso, 
empiezas a preguntarte 
si alguna vez lo tuviste de verdad. 

¿Te tuve yo a ti o me tuviste tú? 

¿Te perdí o te perdiste? 

Y sigo bebiendo 
mientras desnudo a otra 
con piel de lija 
y manos de hojalata.

Martina siempre sabia 
cual era la intensidad exacta, 
de todo.

Follar con prisas, 
hablar con pausas, 
avanzar despacio, 
vivir acelerados. 

Llevaba dentro un reloj 
que siempre la hacía 
el tiempo perfecto.

Aunque lloviera.

La chica de lija 
ha salido de la ducha 
con tu toalla 
y le he pedido que se vaya. 

Martina se dejó aquí su gato, 
que me mira tan triste 
como le miro yo a él. 

A Siete ya nadie le rasca la tripa 
y a mí nadie me prepara 
un buen café.

Tratamos de compartir tu soledad 
sin estorbarnos demasiado; 
cada uno con su porción 
de autocompasion. 

Le dejo que siga viviendo aquí 
a cambio de que no haga 
ningún ruido que me recuerde 
a tus tacones.

He puesto una lavadora 
cuando he despertado 
y he cambiado de detergente, 
por algo se empieza ¿no?

Bendito nuevo olor de mierda 
que me sigue recordando a ti 
justo porque no se parece nada al tuyo. 

Entiendo que te hayas ido Martina, 
yo también me iría de mí mismo, 
pero podrías haberme 
preparado el cuerpo 
con ausencia de orgasmos. 

Haberte vuelto algo más fea 
para que no me doliera tanto 
tu ausencia.

Haberle preparado un funeral bonito 
a aquella parte de mí 
con la que evitaría 
volver a cruzarme 
por la casa.

Si tú te recuerdas a alguien 
a quien no quieres recordar, 
es inevitable caerte mal. 

No compraste ni ataúd, 
ni flores, 
ni llamaste a mis padres Martina, 
y están preocupados.

-No voy a volver a salir Aitor.

Como decía aquella canción 
de Ella baila sola: 
hasta que lo sapos bailen flamenco

Y a ti Martina:

"Ya que te has ido 
y no piensas volver, 
no me des una sola pista 
de dónde has escondido 
tus rodillas huesudas, 
porque si te encuentro.
Si te encuentro no sabré que decirte 
y volverás a querer irte.

Y no se puede huir eternamente.

Pero te quiero, 
¿recuerdas? 
Llevabas un vestido de flores.

Si te encuentro 
quiero un funeral donde llores, 
y pidas tres días de baja, 
el primero para quererme 
como se quiere a cualquier muerto, 
el segundo para guardarme luto 
y el tercero para decidir 
qué vestido vas a ponerte 
para revivir a cualquier otro difunto 
hasta que diga te quiero.

Aunque nunca tanto como yo."

Atentamente: 
el muerto del quinto piso 
de un edificio sin calle.

Ni salida. 


jueves, 21 de abril de 2016

A los dos lados de ninguna parte.

A los dos lados de la misma parte.

Del mismo lugar 
que parece tan distinto 
pero huele igual.

En una cama con sábanas tan blancas, 
que se confunden con tu piel.

Solo se te ven los lunares, 
llenos de magia de otras bocas 
que te cantan nanas 
con las que dormirte mi recuerdo.

Pero dentro de ti 
siempre hay una chica con trenzas, 
vestida de azul, 
a la que le tiemblan las rodillas 
cuando aun te permites leer 
algo de poesía.

En voz alta, 
que sepan los vecinos 
que del amor al odio 
hay un paso tan pequeño, 
que no hace falta 
ni moverse del sitio.

El mismo lugar 
que se vuelve desconocido 
y que, 
sin embargo, 
que bien te conoce a ti 
este cielo.

Que te ha visto jurarme sin pestañear, 
por si al volver a abrir los ojos, 
me desintegraba a la mínima de tus dudas.

Que nunca han sido pocas.

Cuatro años llenos de dudas 
y de lencería en tantos cuerpos, 
menos en el mío.

Porque yo nunca me visto de regalo 
para alguien que no me desea 
en ninguna vela de las que ha soplado.

¿Entiendes ahora porque he odiado 
todos tus cumpleaños?

Los labios siempre llenos de miel 
mientras cientos de abejas 
se dan contra una ventana 
que está cerrada para no escuchar 
a una ciudad con insomnio.

A los dos lados 
de la misma parte de esta habitación, 
y entre medias, 
un océano.

Las golondrinas de Bécquer 
no sabían cantar 
y se alejaban de todos los balcones 
en los que dormían dos gatos enemistados 
a lo largo de sus siete vidas.

''¿Has pecado?''
Me preguntabas siempre que te confesaba 
que te quería un poco menos 
en todos los rincones de esta casa.

‘’Cada vez que respiro’’.

Y después vomito 
hasta que me duele el estómago 
y te siento fuera de mi.

Arrancado de donde has estado siempre 
para estar ahora en cualquier otro lugar 
que no debería interesarme 
pero me interesa.

Una pena.

''Y tú, ¿has pecado?''

‘’Cada vez que dejo de quererte’’.
Y la niña que tienes dentro
llora desconsoladamente.

Le tocas el pelo 
y le confiesas que después 
siempre me pides perdón.

Y regresas, 
pero no vuelves.

A los dos lados de este nosotros 
ya no estamos ni tú ni yo.

A los dos lados del mismo lugar 
donde siempre hemos intentado ser felices 
ya no queda ninguno de los dos.

A los dos lados de ninguna parte,
en ninguna parte de los dos.





jueves, 14 de abril de 2016

Decía Clara qué.

No se si recuerdas
aquella noche en la que la ciudad
se nos derramó encima.

Nos caían edificios
que pesaban tanto
como las malas decisiones.

Y el cielo chorreaba
pedazos de canciones
que solo hablaban de maletas.

Recuerdo todos los semáforos en rojo
y las calles llenas de tráfico ensordecedor.

La ciudad se hacía añicos
y tú seguías con ese sabor dulce
que a mí me parecía imposible de conservar
en situaciones como ésta.

Pero tú siempre lo hacías.

Recuerdo como nos gritábamos
haciendo saltar los cristales
de todas las ventanas,
y se me clavaban en la garganta
hasta ahogarme todos los reproches.

Contigo todo sabía diferente.
Lo que con otros era rutina,
contigo siempre era hogar.

Adoraba discutir
y que te fueras de casa
dando un portazo
que sonaba a amor.

Pero aquella noche la ciudad
se fundía con nosotros.

Tenías las manos heladas
y ya no podían calentarme
el corazón.

Latía despacio,
como cuando estás
en una habitación cerrada
con poco oxígeno
y lo administras.

Así, administrando la vida.

Y lo poco que quedaba de nosotros.

Una vez conocí a una chica
que me dijo que siempre te ibas.
Era tan guapa y estaba tan triste.
Te quise un poco más
por todo lo que no pudo quererte ella.

Pero de mí no vas a irte.

Nadie se va nunca del todo,
se queda aquí
mientras toda la ciudad se desmorona
como enormes capas de hielo
cayendo en medio del océano.

Recuerdo a la gente
hablando a mi alrededor
mientras nosotros corríamos
de nosotros mismos.

Y siempre nos pisábamos los tobillos.

En cualquiera de los ojos
que había aquel día en la calle,
habría encontrado una salvación,
alguien que me dijera
que ya había hecho suficiente.

Pero lo cierto
es que solo recuerdo los tuyos,
apretados y cerrados,
mientras las pupilas se movían
de lado a lado,
soñando con alguien
que siempre eras tú.

Tú mucho más valiente,
queriéndome como se quiere
a quien te quiere mucho.

Estoy intentando acordarme
del nombre de la chica.

Me sujeto la falda
mientras empieza a llover
y seguimos corriendo.
Noto como me golpean
trozos de hielo.
¿Seré yo el océano?

Y tú te derrites,
como cuando me desnudo
en la puerta de tu casa
y prometo no irme
hasta que hagamos tanto el amor
que deje de saber a guerra.

Artillería tan pesada
que después de tus besos,
me duelen los huesos
hasta oírlos crujir.

Es el chasquido que siempre me despierta,
en mitad de tu calle,
frente a un edificio demolido
que me hace llorar.

La chica se llamaba Clara,
estuvo esperándote veintiséis noches.
¿Dije ya que era muy guapa?
Pues lo era.

Era tan guapa que me dolía
que la hubieses dejado tan fea.

El día que te fuiste,
ella también se sintió océano.

Me lo contó en el tercer café.

Tu amor era dulce hasta cuando dolía;
era dulce mientras todo se desmoronaba
y quedaba reducido al simple prólogo
de una novela de autoayuda.

Con una foto de alguien
que sonríe en la contraportada.

Sonríe mientras nos cuenta
que sabe exactamente
por lo que estamos pasando.

Esto es de coña.

Espero que no hayas vuelto a ver a Clara,
y que siga fea,
y que no te busque
aunque yo ya tampoco lo haga.

Recuerdo aquella noche
mientras toda la ciudad nos aplastaba.

Me dolían las muñecas
de correr cogida de tu mano.

Llegamos a un puente,
yo volvía a sentir la sangre
correr por las articulaciones;
el corazón bajaba de la garganta
y volvía a su sitio.

Me senté y descolgué los pies,
y cuando miré hacia atrás,
toda la ciudad estaba intacta.

Tú no estabas,
¿cuánto hacía que no estabas?

Decía Clara
que cuando se trataba de ti,
el pasado lo tenía muy fácil.

Tan fácil, qué.

Qué todo.



viernes, 8 de abril de 2016

Por despejarme.

Por despejar las dudas.
Y el cielo.

Por volver azul todo lo que era gris,
y seguir, 
en cambio, 
respetando que el gris 
es mi color favorito.

Por despejar los entresijos del destino, 
y jugar esta partida convencido 
de que ya habíamos ganado.

Por ganarme, 
por ganarme siempre. 

Mientras yo me empeñaba en perder.

Por despejar la mesa 
de todos esos papeles a medias 
que no me permitían el orgasmo emocional.

Por hacerme el amor sobre ella.

Por prometerme que no te irás 
cuando lo estaba haciendo yo; 
y venir a buscarme al lugar 
donde siempre lloro por alguien que no eres tú.

Y entenderlo.

Por tu infinita paciencia 
frente a mis inquebrantables muros; 
por esperarme siempre en casa 
sin hacerme demasiadas preguntas.

Por protegerme frente a mi misma 
y reanimarme después 
de cada suicidio sentimental; 
por enfadarte y darme voces 
hasta hacerme conectar de nuevo 
conmigo misma, 
y después, 
bombearme el corazón 
con canciones y lugares.

Por hacer que llueva dentro 
de una habitación cerrada, 
y por el sol que sale de todos los espejos
 frente a los que me has besado.

Por desnudarme 
pero sobre todo, 
por vestirme.

Por vestirme de cafés en las mañanas, 
y de conversaciones de madrugada 
que nunca me han llevado a ninguna parte.

Por tu fortaleza 
frente a las más aguda 
de mis delicadezas, 
que me sigue torturando 
alguna noche de fantasmas.

Por levantarte intacto de todas mis huidas 
hasta que me sangraban las rodillas 
pero te dolían a ti.

Por despejar el armario 
de todas las sudaderas 
que olían a quien ya nunca estaba.

Ahora quiero decirte 
que te pareces a alguien 
que se come mis monstruos, 
y que le planta cara 
a los domingos de resurrección.

Donde me pesa solo un funeral.

Te pareces a recuperarme. 
A volver a salir a cenar 
para acabar abriendo las piernas con timidez; 
con las mejillas sonrojadas 
mientras Bécquer vuelve a tener sentido 
en la quinta estantería de mi habitación.

Me recuerdas a sentirme bien, 
y a las mandarinas.

A los helados de limón.

Sabes a miel 
pero ni rastro de aguijones.

Y has vuelto a poner flores 
en todos los jarrones 
de una casa que no sabía que era mía.

Toda la habitación huele a mar abierto, 
y si me concentro, 
siento como se mueve el velero de la nuca.

Está desapareciendo la urticaria 
y las dos trenzas vuelven a quedarme bien.

Me has despejado la espalda 
de lunares que sangraban, 
y les has hecho el amor con la lengua.

Ahora puedo susurrarte, 
mientras me aprendo de memoria 
la distancia de la bragueta 
de todos tus vaqueros, 
todo aquello que creía no poder hacer, 
para que te rías, 
mientras yo trato de quedarme con tu imagen, 
por si las moscas.

Por si los años.

Por si cambiamos de opinión.

Si te vas, 
pienso calentarme los pies y el corazón 
quemando todos los libros de poesía, 
hasta que la ropa me huela a humo.

Hasta no ser más que un puñado de ceniza 
que pica en los ojos.

No voy a llevar luto si te vas, 
pero puedo dormir contigo 
dentro del ataúd que tienes en el salón, 
y poner alta la televisión, 
para sentirnos vivos.

Pero ahora, 
que sigues aquí, 
que milagrosamente 
y aun sin plegarias, 
sigues aquí, 
déjame que te diga 
que has despejado todas las despedidas.


Y que ahora, 
la boca 
siempre me sabe a beso. 



miércoles, 6 de abril de 2016

Todo lo que no se dijo a tiempo.

Todo lo que no se dijo a tiempo 
ya no se necesita escuchar.

Porque todo es nada. 
Decir no es más que silencio. 
Tiempo es espera indefinida. 
Dejar de necesitar es dejar de querer,
algo, 
lo que sea, 
o todo.

Y escuchar..

¿Cuánto hace que no te escucho?
Si es que acaso en algún momento 
lo he hecho de verdad.
¿Verdad? 

No, verdad no. 
Mentira.

Desde que empezaste a decirlas 
yo tuve que fingir que no lo sabía.

Mi pelo rubio pide tus dedos a gritos. 
Y esto si que es verdad, 
te lo juro.

Ahora nos separa el tiempo,
los relojes se han congelado en una estación 
por la que ya no pasan trenes, 
así no caes en la tentación de volver.

Pero la tienes. 

Porque todas las noches 
oigo los pasos que nunca das. 
Los cuento.

Ciento veintitrés pasos 
que te acercan y te alejan de mi.

Te acercan 
y te alejan
y te acercan 
y te alejan. 

Mientras yo me mareo 
de mirar hacia delante 
y hacia atrás. 

Como un continuo intento de recuperación 
que sabe a dolor de estómago 
y huele al alcohol más barato de toda la ciudad.

Tu perfume.
Que cualquiera se vende barato por él.

¿Ya nunca tienes miedo? 
Y si vas a decirme que no, 
no pienso creerte.

No suelo creer las cosas 
que no me gusta creer.

Así que digamos que tienes miedo, 
porque prefiero pensar que es así.

Que tienes tanto miedo como yo,
 y  volveré a sentir como era aquello 
de que sin quererlo, 
me hicieras sentir mejor.

He parido promesas con tanto esfuerzo, 
que decidí volver a tragármelas 
y que vivieran en mi vientre. 

A veces dan patadas 
y otras me provocan náuseas.

En fin, 
llevo un feto muerto dentro de mi.

Le canto nanas en voz baja, 
para que no creas que desatiendo 
a nuestro hijo. 

Soy una buena madre.

¿Y una buena esposa? 
Eso ya no.

Pero te guardo luto. 
Las bragas en todas mis citas 
son siempre negras, 
en tu nombre, 
o en tu ausencia.

Como tener una tumba entre las piernas.

Descuelgo el teléfono 
todas las noches antes de dormir 
y contengo la respiración, 
te escucho chirriar los dientes.

Te cuento como ha ido el día, 
el problema con los vecinos, 
aquel polvo 
que me recordó a tus polvos 
pero peor; 
las asignaturas, 
la borrachera 
y la falda pegada 
con la que siempre quieres 
volver a intentarlo.

Y después silencio.

Espantoso.

Un cementerio desolado 
al otro lado del teléfono.

Nunca estás ahí el suficiente tiempo 
como para que pueda despedirme.

Así que hoy he descolgado el teléfono, 
y he sido concisa:

Todo lo que no se dijo a tiempo 
ya no se necesita escuchar.