martes, 21 de julio de 2015

Una casa sin ventanas.

Cerré fuerte los ojos y te soñé. Te soñé tan intensamente que creía estar mirándote por una de las ventanas de mi habitación. 
Después me di cuenta de que mi casa no tiene ventanas, ni cortinas. Que el sol no entra porque me recuerda a tu cuerpo tendido en la cama. 

Pero los fantasmas siempre se cuelan. Como si los cimientos se hubiesen levantado sobre un viejo cementerio hindú. Me visitan a horas dispares para que nunca pueda estar preparada. 

Escucho como una niña tira piedras a una piscina sin agua. Dan al fondo una y otra vez, como los dolores de cabeza. Como las migrañas. Lleva un vestido de color azul. Azul como el mar, que no se ve desde mi casa porque no tengo ventanas. 

Me mira con tus ojos y la esquivo, como si fuera la jodida niña de la profecía y yo estuviese viendo la película en la última fila de un cine vacío donde asesinaron a todos aquellos que fueron sin pajera. 
Y yo llevo tanto tiempo sola.

¿Cuánto hace que te fuiste? 
Y escucho eco. Un eco que pervive entre las paredes de una habitación gris, y que no puede salir porque no tengo ventanas. 

La piedra sigue dando al fondo pero ya no está la niña. Sube y baja sola, por inercia, como todos los que amamos dentro de un jodido bucle incapaces de tomar otra dirección porque hemos perdido el puto mapa. 

Y a mi los globos terráqueos me marean. 

Camino por una calle sin nombre, y unos señores con sombrero me señalan. 
Estoy tratando de buscarme, pero no te olvides de que si lo hago, es porque me he perdido. Y si me he perdido, es porque un día estuve justamente donde tenía que estar.

Ya no, claro. Ya no nada. 

Los señores no tienen rostro. Pero podría jurarte que lloraban desconsoladamente. Como si estuviesen en un funeral de alguien muy cercano. 
Miro hacia atrás y me doy cuenta de que llevo flores en el pelo.
Soy el muerto de un entierro al que no me han invitado. 

Camino más deprisa. 
Y me despeino casi por costumbre de todas esas noches en las que jurabas que era la chica más fea de todo tu historial, pero que se me daba bien arreglarlo con literatura.

Suma y sigue, me decías, pero yo nunca supe sumar, ni restar las veces que no sabías mantenerte conmigo en la cima, ni dividir el espacio de la ventana para que ninguno de los dos cayese al vacío; lo único que sabía, era multiplicar por cero todas las veces que intenté olvidarte: ninguna. 

No se ve el suelo. Está lleno de pañuelos con lágrimas. Con mensajes. Con recuerdos. Con enfermedades.
El mundo hecho pañuelo y tú resfriado. O el mundo resfriado y tú de pañuelo. 

Miro a todos los que siguen precipitándose al vacío después de dejar su papel o de interpretarlo. Me siento cruzando las piernas y los leo. No hay un solo mensaje de amor.
Y que pena. Que pena que nos chirríen los futuros bilaterales y no sepamos hacer una promesa que duela tanto que el tiempo nunca lo cure. Que no lo cure. Que lo acreciente. Que el amor sea una enfermedad crónica sin esperanza de muerte que dure toda la vida. 

Los pañuelos no se mueven porque no hay ventanas para que corra el aire y vuelen los recuerdos. Valientes hijos de puta que se cogen a la pared con clavos y no hay manera de descolgarlos. 
Alguien en la sala dice: un clavo saca a otro clavo
Que cansada estoy de mentiras. 

Aparece de nuevo la niña del vestido azul, lleva tres balas en el bolsillo; me tira de la mano para que vayamos a jugar.
La primera, acaba en mi costado, y hurgo con mis dedos para sacarla, pero se ha colado tan adentro que mis órganos vitales la han acogido como si llevase toda la vida ahí.

La segunda se me clava en la nuca y me atraviesa la garganta. Me rompe un par de cuerdas vocales, las que siempre utilizaba para nombrarte cuando estaba a punto de olvidar tus sílabas tónicas.

La tercera me la regala. Dice que si te veo, dispare. Y abandone la bala allí donde se instale. Que después corra. Que corra mucho antes de sentir la necesidad de darme la vuelta, sacarte la bala y clavármela en el corazón.

En todas las guerras hay varios heridos, la diferencia es que unos sanan sus heridas y otros las alimentan. Los segundos siempre escriben, los primeros no se muy bien que hacen.

Vuelvo a caminar por la calle. Y aunque lleve media vida en esta ciudad, no me siento de aquí, ni de allí.
Ni de ti.

Delante de mi hay un teléfono que comunica. Y un número en el que nunca me responden. Como aquel que te da el medio pero no puede asegurarte el objetivo.Como prometerte una vida pero no poder negarte una muerte. 

Es mucho mejor que me prometas que moriremos en vida cada vez que nos hundamos en un mar de dudas en el que todas las sirenas te hacen plantearte si soy suficiente. 

Me he vuelto a pinchar intentado sacar los clavos de la pared, y solo se hunden más. Me sangran los dedos a borbotones. Recorro la pared con ellos buscando las ventanas. 

Al final todo lo que queda son manchas circulares en una habitación cuadrada de paredes lisas, buscando una salida.

Como si se pudiese escapar de una jaula de la que no tenemos la llave.

2 comentarios:

  1. Esa casa es un corazón, y no es que tenga ventanas es que se cerraron desde que quedó abandonado y la oscuridad es tan densa que se olvidó dónde se encuentran. Algún día las encontrará, las abrirá y todo lo que la oscuridad escondía será revelado. Entonces se hará una limpieza profunda y estará lista para ser habitada de nuevo.

    Un gran texto, Amparo. Unas letras tan intensas como bellas. Que tengas una buena tarde. ¡Saludos!

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    1. Justo hablaba de un corazón, cerrada por derribo, en obras, en peligro.
      Siempre hay una temporada donde se nos olvida pasarnos la escoba y amontonamos polvo y suciedad, pero un día, cuando alguien llegue o cuando de repente vuelvas a encontrarte, te pasarás o te pasarán las escoba y te dejarán como nuevo.

      Un abrazo enorme.

      Amparo.

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