miércoles, 25 de mayo de 2016

Nuestros muertos.

Escucho las voces 
de los que nunca llegan; 
de aquellos a los que se les oprime 
con conciencia 
y se les exige sumisión. 

Las voces de todos los muertos 
que paseamos con himno y bandera; 
a los que otorgamos cinco segundos 
en televisión.

Globalización parcial 
solo de aquello 
que nos interesa enseñar, 
y lo demás, 
con ligereza, 
que parezca un poco 
menos dramático 
el dolor de a quienes 
hemos arrancado 
del vientre de su patria, 
hasta convertirlos 
en fetos sin madre; 
hasta hacerles vomitar uno a uno 
el recuerdo de las calles 
por las que no volverán a jugar.

Estamos mintiéndonos 
a nosotros mismos 
autoinflingiéndonos la idea 
de que proclamando nuestro apoyo 
a los derechos humanos, 
es suficiente; 
pero ninguna protesta pasiva, 
ningún convencimiento dormido, 
es suficiente frente al ruido 
de un niño que despierta hambriento 
en el seno de una familia muerta. 

Lo más curioso es que 
cuanto más tenemos, 
menos creemos poder dar; 
menos queremos ofrecer. 
Entonces más es menos, 
siempre. 

Más dinero, 
más poder, 
más comida, 
más ropa, 
se vuelve ineludiblemente 
en menos generosidad, 
menos empatía, 
en definitiva, 
menos humanos 
y mucho más otra cosa 
que se retroalimenta 
de valores infectados 
de vergüenza. 

Que es lo que siento, 
y lo siento. 

No quiero formar parte 
de una sociedad 
que proclama, 
como ensalzados 
en orgullo y verdad, 
que si no hay trabajo 
para los españoles, 
como va a haberlo para el resto. 

Hace unos días, 
en mi barrio, 
en el que no caen bombas 
ni llueven cadáveres, 
pusieron un centenar de palmeras 
y de farolas, 
como si fuésemos a ser exhibidos 
a la más prestigiosa 
de las revistas de decoración. 

Si dejásemos de aportar 
para esas cosas, 
entre otras cientos 
de dudosa importancia, 
estoy segura 
de que podríamos realizar 
verdaderas campañas 
de solidarización 
con todos aquellos 
que solo buscan sentirse 
parte de algún sitio; 
dormir sin el miedo de despertar 
en medio de un tiroteo. 

España tiene 
los brazos cerrados 
mientras miles de personas 
corren hacia ella 
para darse de bruces 
con crueles acuerdos 
que ponen en entredicho 
sus propias vidas. 

Si hoy te dijeran 
que no puedes salir de una ciudad 
que están bombardeando 
porque hay ciertos 
intereses económicos 
por encima de la vida de los tuyos, 
¿qué me dirías? 

Además, 
para sumar otro grado de sandez 
a toda esta situación, 
te pediría que te comportaras, 
que no perdieras los papeles, 
que no intentaras entrar 
de manera ilegal, 
que obedecieras a las autoridades 
y que además, 
te sintieras agradecido.

Te devolvería a la calidez 
de un hogar 
que se cae a trizas 
con la dulce nana 
de casas y personas 
que estallan por los aires 
en nombre de una guerra 
que nadie te ha explicado, 
en la que no participas 
ni quieres hacerlo, 
de la que no te sientes miembro 
y a la que no rindes 
ningún tipo de homenaje.

Estamos alimentando 
odio, 
resentimiento, 
rencor 
y rabia; 
nos estamos separando 
como si no todos 
fuésemos personas.

Los tachamos de ser todos iguales, 
de su religión, 
su cultura, 
su manera de vivir. 
Y que pena 
que nuestras mentes 
cerradas y tercas 
no alcancen a ver 
que no hay 
un patrón de conducta; 
que formamos parte, 
casi por inercia, 
de un territorio, 
de unas circunstancias 
y por supuesto, 
de un estilo de vida, 
pero que nada de eso determina 
que se cultiven bestias.

Miremos con recelo 
al terrorista 
o al kamikaze 
por el simple hecho de serlo, 
porque no hay motivo 
que impulse la barbarie 
y aunque algunos de ellos 
proclamen que si los hay, 
no es más que la excusa del tonto 
que necesita creer 
que no es un monstruo. 

Pero si lo es. 
Siempre lo es. 

Se escuchan los pasos de alguien 
que nunca termina 
de salir de casa; 
y los gritos adentro de una madre 
que ya no lo es 
y de un hijo que tampoco; 
y al otro lado 
de una frontera traicionera, 
en una casa 
en la que se cena en familia, 
con el televisor encendido, 
un hijo que si lo es, 
cuenta a una madre 
que también lo es, 
algo sobre un amigo del colegio 
que no come cerdo. 

Pero que baila, 
que ríe, 
que juega, 
que canta 
y que quiere a su familia 
tanto como quieres tú a la tuya. 

Al que su madre 
prepara bocadillos y galletas,
 y le besa las rodillas 
cuando se cae en el parque. 

"Su mamá lleva velo". 
Y qué.

Se escuchan las voces ahogadas 
de cuerpos sin vida 
apilados uno contra otro 
mientras nosotros acallamos 
nuestras conciencias 
convencidos de que 
no hay forma de ayudarles, 
de que hemos hecho suficiente. 

Sumergidos en convencimientos 
morales y éticos 
que nos permitan 
no sentirnos igual de monstruos 
que aquellos 
a los que tenemos miedo. 

Ahora yo te pregunto una cosa, 
¿si la solución 
a un atentado aquí, 
como el de Bruselas 
o el de Francia, 
fuesen más bombas allí, 
estaría todo resuelto no? 

Quiero decir, 
si la solución a la violencia 
no es otra que más violencia, 
ya debería de estar solucionado.

Se escuchan las voces de familias 
que quizás un día, 
podrían ser la tuya; 
las voces de unos muertos.


Nuestros muertos. 



4 comentarios:

  1. Lo único que puedo decir, es que, que bueno que me pase por aquí...
    Refuerzas convicciones de espíritu :')
    ...GRACIAS Amparo.

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    1. Gracias a ti Armando, porque estoy segura de que con tu reafirmar convicciones, inevitablemente, se aseguran de nuevo las mías.

      Un abrazo enorme.

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    2. Seguro que sí, es el noble fluir de la fuerza del cosmos que viaja sobre las almas libres.
      Un abrazo enormemente grande Amparo.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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