miércoles, 9 de noviembre de 2016

La inercia de un portazo.

Pensé en decirle que saliera de casa. ¿De qué casa? Me gritaba a mi misma. De que casa si todo mi cuerpo se había abierto como un templo cobijando a la mala conciencia de aquel creyente, latente como el pecado en un trozo de carne un jueves santo.

Le miró condescendiente y se retorció como si se le encogieran los órganos vitales ante todo lo que queriendo decir, no diría, pero sobre todo, ante todo aquello que queriendo esconder, se le escapa a raudales a través del silencio mortuorio que le recordaba a todos los suicidios emocionales que había conseguido arreglar con algo de poesía.

Pero seguía respirando, y que se hace con el amor cuando sigue vivo mientras todo parece arder alrededor. Hemos follado tantas veces encima de nuestra propia tumba que tenemos en contra a todos los fantasmas que saben de nuestras absurdas reconciliaciones.

Y si vuelves a hablarme de simulacros, de salidas de emergencia, de correr despacio para alcanzarme, te juro que voy a perder el juicio y podré protagonizar los versos de algún desgraciado que anda deseando enamorarse de una loca. Le diré todas esas cosas que tú me decías, que no le convengo, que no soy lo que piensa porque mientras él me piensa yo pienso en tu bragueta. Le diré que no es justo para él, pero sabré, tanto como lo se ahora, que lo cierto es que no es justo para mi.

Tú no eres justo para mi, porque nada que resulta insuficiente, puede serlo. Y ahora me gritas, que no lo has hecho aún, pero conozco la decadencia de memoria, la nuestra,  que me largue. Y toda esta historia pasa por mi cabeza como una película mala en blanco y negro. No te me pongas muy a tiro, pienso. De pistola o de la cama. La cocina. O la pared del cuarto del fondo.

No te me pongas muy a tiro porque detesto reconocer mis vicios. ‘’Yo no tengo puntos débiles’’. Me dijiste. Pero no me conocías. Ni sabías, porque aun no era el momento, que en mi armario siempre hay una falda a la que le faltan cuatro centímetros. Los justos para que subiendo los escalones de casa, olvides el camino de vuelta.

Y mírame, que yo se tan poco de esto como tú, pero mejor así. Decía Albert Einstein que si juzgas a un pez por su capacidad de trepar un árbol, vivirá toda su vida creyendo que es un inútil. Y tú me has puesto a los pies de la cama, el jodido Everest. Mientras yo echo de menos mi pecera.

¿No lo entiendes? No puedo ser quien tú pretendes, y de todos modos, si es que lo fuera, el problema no sería otro que el hecho de que tú seguirías siendo tú. El cobarde guapo del bar de abajo. Solo buscas un amor imposible con el que justificar todos tus revolcones. Bien, pues ahora hablemos de azoteas.

¿Cuánto hace que no subes a ninguna? Que no te contoneas como si fueses el rey de aquella ciudad de mierda que duerme cuando nosotros hacemos el amor con rabia. Y gritamos desde arriba que no nos queremos, pero que somos lo mejor de lo peor de aquel lugar aburrido. Mi azotea tiene las piernas de par en par para que sea más fácil que te creas sus mentiras.

¿No querías sentirte en casa mientras afuera todo se desplomaba? Recuerda que hay apátridas que lo son por elección propia. Exiliado cobarde de una guerra de dos. Y el mundo sigue, porque me he asomado a la ventana y lo he visto. No creas que se ha escondido. Ahí está, como si tu ausencia no le desgarrara por dentro. ¿Soy la única que te echa de menos? Nadie paraliza una obra con la firma de un solo vecino.

Y mi perra no come, ni ladra, ni muerde. Y mi gato no duerme, ni maúlla, ni bebe. Y todo lo que ayer era hogar, ahora me resulta tan desconocido. He dividido la habitación en parcelas de autocompasión. Pero no te creas tan importante, la poesía ha decidido quedarse. Aun sin ti. Aquí está. Y me mira desde el alféizar de la ventana, convaleciente, pero respira.

¿Ves? No todo el arte se va contigo.

Y puedes estar orgulloso, allí donde te hayan llevado tus ganas de olvidarme, porque en mi estantería quedan pocos autores con ganas de hablar de ti. Se están reconciliando conmigo, que no resulto muy buena compañía pero llego siempre a casa a la misma hora susurrándoles que no hay nada en el mundo que me haga abandonar la poesía.

Y se sienten a salvo. Entre tanto desorden. Entre tanto alboroto. Entre relojes que no dan la hora por si las moscas, o los años, o las penas.

A veces, dejamos a alguien con la intención de que se quede. Pero hay cosas que cambian de lugar cuando marchamos. Y se que no vas a entenderlo, y que me dirás aquello de que quien se va, siempre puede volver. Y sí, quizás tengas razón, pero no esperes encontrarlo todo en el mismo sitio.

La inercia del portazo vuela todo por los aires.

Pensé en decirle que saliera de casa, pero cuando conseguí articular palabra, estaba sola. Sola entre cuatro paredes y todo, absolutamente todo, había cambiado de lugar.

Incluida yo.

 


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