lunes, 25 de mayo de 2015

Siempre nos quedará París.

Todos los lunes vuelvo a perderte.
Los lunes nunca hay bares abiertos 
donde invitarnos a una cerveza 
porque no somos capaces de invitarnos a una vida.

Los lunes nadie despierta con ganas, 
y todas las camas se vuelven superficies unilaterales.

Los lunes todo el mundo vuelve a la rutina, 
y aquellos amores que luchan diariamente 
contra sus kilómetros, 
se vuelven a casa sin la mano 
que se posa encima de la suya 
cuando cambia de marcha mientras conduce.

Los lunes no nos enfadamos, 
así que no solemos hacer el amor.

Los lunes son ordenados, 
como un montón de sábanas planchadas 
y perfectamente dobladas 
dentro de un armario que no entiende de locuras.

No hay manifestaciones 
ni nadie que proclame a los cuatro vientos 
que se ha enamorado de la chica más guapa de su ciudad.

No podría hacerse el día del orgullo gay, 
porque a un lunes no le queda bien ningún color.

Los martes nadie escribe poesía. 
No hay libros mal apilados 
encima de una mesita de noche 
que no entiende de horarios para irse a dormir.

No hay luces encendidas pasadas las doce 
que te hagan tener esperanza en que igual alguien, 
en este momento cualquiera 
de un martes insignificante 
está burlándose de lo establecido 
y ha decidido que es la noche perfecta 
para hacer de femme fatale 
en el garito más sucio de la capital.

Un martes nadie grita: ¡soy el rey del mundo! 
Porque no hay mundos que anden con ganas de ajetreo.

Ni siquiera es día de encontrarse 
con tu causa perdida favorita al girar la calle, 
porque las piernas más bonitas 
están encerradas estudiando ese examen infernal 
del que solo pueden avisarte un martes trece.

En el que se te ha roto la barra color carmín, 
y no encuentras donde dejaste aquel disco 
que él solía tararear mientras 
te quitaba la ropa con tanto descaro 
que podías correrte solo con imaginar 
que verso le sentaba bien a sus modales.

Y sin duda alguna, 
sería uno de Bukowski, 
aunque no creo que escribiese los martes.

El miércoles es más divertido, 
tiene tantas letras que mientras lo escribo, 
me da tiempo a pensarte un par de veces.

Y cada vez que te pienso 
me dan ganas de hacerte el amor tres veces; 
tres por tres dan un nueve, 
justo las letras que tiene un miércoles 
para perderse entre los cientos de botones 
que voy a descoserle a tus camisas.

A ver si pierdes esa fea costumbre de vestirte.

Los miércoles dan clases de salsa 
en el local de debajo de tu casa.

Seguramente tus ojos vayan detrás del culo 
de alguna mulata 
que no se ha percatado de que sus curvas de infarto 
me están estropeando el miércoles.

Porque el miércoles 
ya tienes que empezar a ser mío.

Los miércoles suelo ver películas 
de amores imposibles, 
pero nunca las termino, 
porque para imposibles bonitos ya estás tú, 
y tus cien maneras de dejarlo todo a medias.

Los jueves siempre suena música ochentera, 
y alguna prenda con lentejuelas me mira desde el armario.

Los jueves es día de perfume 
y de ondas en un pelo rubio.

De ordenar el cajón de la ropa interior 
y de hacer planes con tus incertidumbres 
que queden en nada 
y así poder fingir que nuestras ganas 
se han encontrado por sorpresa 
en un bar de piernas largas 
y versos demasiado cortos.
Simples. 
Escuetos.

Los jueves nadie cena en casa, 
y el cine está lleno de parejas 
que definen el amor con el hecho 
de comprar un solo paquete de palomitas 
y un vaso de refresco con dos pajitas.

Y puede que sí, 
que ese sea el secreto, 
dejar de relacionar los latidos con situaciones complejas 
y comprender que no hay mejor amor 
que aquel en el que dos manos 
se encuentran en una butaca de cine 
y se entrelazan como si la película o la vida, 
tuviese más sentido cuando se rozan sus lunares.

Los jueves nunca son de vaqueros.

Y los viernes llevan tus manías. 
Tu camisa azul preferida 
y tu reloj parado desde el día 
en que te pregunté cuando pensabas volver.

Siempre has sido un cobarde muy guapo.

Los viernes la cerveza sabe diferente, 
y puedo invitarte a un cigarro 
aunque ninguno de los dos fumemos.

En aquel local todo está permitido, 
se llama París 
porque todas saben hacer un francés.

Los viernes acabas en casa.

Y me cantas suavito al oído 
que bebes rubia la cerveza 
para acordarte de mi pelo.

Los viernes duermo sobre tu pecho, 
y aprendo a restarle valor a lo que no haces, 
para ser capaz de hacerle el amor, 
sin miedo, 
a todo lo que si que haces.

Todos los viernes te conozco un poco más, 
y me confiesas pequeñas manías, 
como que eres incapaz de dormir con calcetines 
o que no puedes beber café sin comer galletas; 
como que siempre has sabido que eras complicado 
pero que desde que me conoces, 
ni siquiera te entiendes tú.

Los viernes vuelves a enamorarte, 
y nuestras ganas de que funcione 
se vuelven a reencontrar debajo de las sábanas.

Los sábados despiertas siempre conmigo 
y te escucho bostezar.

Me llamas ‘’nena’’ 
y preparas un desayuno para dos.

Me hablas en la cama 
de tus ganas de viajar al sur, 
de perderte entre las olas 
y hundir los pies en la arena, 
y de como el norte sin embargo, 
siempre termina ganando, 
y te ves atrapado en los mismos lugares de siempre.

Una ciudad que te absorbe 
porque no quiere perder 
la obra de arte que supones cuando te contoneas 
con ese aire de ignorar que tu existencia 
llena los locales de faldas dispuestas a elevarse 
por mucho menos de lo que me gustaría.

Sábados de celos, 
de mentiras piadosas, 
de orgasmos.

Los sábados nunca pareces tranquilo.

No hay secretos ni confesiones, 
ni manías, ni formas, ni modales.

No hay música que te adormezca los fantasmas, 
y mis besos pierden fuerza, 
como la cerveza que lleva abierta desde esta mañana.

Los domingos recoges tu camisa azul, 
y tartamudeas. 

Me miras preocupado, 
y me preguntas si estaré bien.

Los domingos nunca vemos películas 
ni comemos comida basura.
Ni siquiera hacemos limpieza general.

Los domingos siempre me llevas 
hasta el marco de la puerta cogida de la mano, 
me besas en la frente y sonríes, inquieto.

Te miro con ojos de domingo 
y me susurras al oído 
que siempre nos quedará París.

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