miércoles, 22 de julio de 2015

Heridas y valientes.

Me tengo tanto miedo, que me observo en el espejo y me asusto de unos ojos enormes que me miran despierta mientras todos mis sueños duermen en una habitación que se parece al mar. 

El viento sopla y las teclas del piano suenan solas. 

Me observo desde uno de los ángulos muertos de mi habitación, justo desde aquel en el que me escondía y me imaginaba como debía de ser que viniesen a buscarte cuando decides no salir. Cuando no te asoman ni los pies, ni las ganas. 

Se descuelgan las fotografías de todas las paredes y se hacen añicos en el suelo. Bailo descalza sobre los cristales. Desde que no camino hacia ti no siento los tobillos.  

Se abren todos los cajones mientras me tumbo encima de la cama con los pies fuera de ella. Evitando manchar las sábanas por si esta noche vienes. 

Cierro los ojos y consigo librarme de mi misma. Me veo dormir tranquila. Como cuando mi madre me curaba las heridas de las rodillas mientras yo intentaba culpar a todos de mi caída.

Me odio un poco más. Odio mi pelo rubio. Las pecas. Las pestañas. 

No me toques, quita, no me toques que los gatos callejeros no nos dejamos querer. Vivimos en tejados ajenos robando parcelas de una vida en familia que no nos pertenece. Del mismo modo que yo no me pertenezco porque no me gusta ser mía. No me gusta cuidarme. Ni colgarme cientos de dietas imposibles en el frigorífico.
Detesto avisarme de que hoy llegaré tarde y conocerme tan bien que consiga evitar todas las canciones que me hacen llorar. No me gusta plancharme la ropa y fingir que todo está en orden. 

Amontonar sudaderas tan bien dobladas que nadie se atreva a romperme los esquemas.
O las medias.

Me hablo fuerte desde otro lugar de la habitación. 

¿Me escuchas? ¿Escuchas lo que intento decirte aunque no hablemos? Aunque llevemos semanas sin cruzarnos y no quiera confesarme que me espero. 

Me espero en una sala vacía mientras me repito que no hay peor distancia que la que te separa de ti misma. Cuando dentro de ti aparecen los kilómetros, es mejor que te pongas en busca y captura cuanto antes. 
He colgado carteles luminosos con mi cara, empapelando las paredes de todos los garitos por los que solía descarrilar. 

Me escuecen los tobillos, he caminado cien veces por la misma manzana y ahora los siento. Miro hacia atrás y todo está lleno de huellas. De pisadas. 

Me he tropezado conmigo al girar la calle y no me he visto guapa. Rubia si, pero no guapa.

He corrido detrás de mi y he acabado debajo de tu casa. Consciente de que a veces, para encontrarte, tienes que regresar exactamente al lugar donde te perdiste, y correr el riesgo de no verte por allí. 

Me he sentado en la escena del crimen y me he cuestionado en que momento me obligué al suicidio emocional. 

Mirándome a los ojos me he preguntado donde narices he escondido el cuerpo, y me he pedido, a tiro de pistola cargada de súplicas, la lista de todos los que asistieron al entierro.

No hay más ciego que el que no quiere ver. Y pestañeo, pestañeo hasta verme con claridad al otro lado de mi habitación. 

He arrastrado el cadáver hasta la cama, y me he colocado a su lado, abrazándome tan fuerte que me dolían todas las sensaciones amputadas. He notado las derrotas y he llorado por todas tus pérdidas. Por todas las veces que te perdí en mis intentos de que te quedaras para siempre. 
Me he secado las lágrimas una a una, y me he dejado dormir tres días enteros. Me he permitido la bebida más fuerte de todo el armario de mi padre, repetidas veces hasta perder la conciencia y ver los relojes girar a la inversa. 
Me he puesto a favor del tiempo y he repasado todas las paradas que hice antes del declive. 

Y lo he entendido todo. 

Que no se encuentra lo que no se busca. Que no se ve lo que no se mira. Que no se cura lo que no se cuida. 

Que me he descuidado convenciéndome de que mis ojeras tenían un lado sexy solo porque hablaban de ti. 
He entendido que todas mis guerras soy yo. Y que cada una de las veces que escuché sonar el gatillo, lo estaban apretando mis dedos. 

He dejado de culparte de las heridas en mis tobillos. De no sentirlos. 
Y hoy mismo, me he comprado unos zapatos nuevos a los que no pienso enseñarles el camino hasta tu casa. 

Me he mirado al espejo y he vuelto a reconocerme, un poco más guapa.

Las heridas le sientan bien a los valientes. 

2 comentarios:

  1. Las heridas... recordatorios de batallas perdidas y de batallas ganadas con mucho esfuerzo. Cicatrices que perduran en el tiempo, aunque quien las porte las ve siempre como el primer momento en que se produjeron. Más que a los valientes, les sientan mejor a los sabios ya que a veces los valientes tienden a luchar la misma contienda sin sentido; el sabio las mira y lo piensa dos veces antes de batallar de nuevo.

    Un abrazo y que tengas un bello día :-) ¡Saludos!

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    1. Pero todo sabio ha tenido que ser valiente en algún momento. La valentía es la antesala de la sabiduría, de la de verdad, de la que se extiende a todos los aspectos de la vida. Hay que ser muy valiente para querer saber hasta aquello que nos puede herir, y luego, hay que serlo aun más para ponerle cremalleras a las heridas y volver a ellas cuando la situación lo requiera. El valiente vuelve, el valiente y sabio vuelve pero sin dejar que eso entorpezca a su presente.

      Ten un bonito día Nahuel!
      Un saludo enorme.

      Amparo.

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