jueves, 14 de abril de 2016

Decía Clara qué.

No se si recuerdas
aquella noche en la que la ciudad
se nos derramó encima.

Nos caían edificios
que pesaban tanto
como las malas decisiones.

Y el cielo chorreaba
pedazos de canciones
que solo hablaban de maletas.

Recuerdo todos los semáforos en rojo
y las calles llenas de tráfico ensordecedor.

La ciudad se hacía añicos
y tú seguías con ese sabor dulce
que a mí me parecía imposible de conservar
en situaciones como ésta.

Pero tú siempre lo hacías.

Recuerdo como nos gritábamos
haciendo saltar los cristales
de todas las ventanas,
y se me clavaban en la garganta
hasta ahogarme todos los reproches.

Contigo todo sabía diferente.
Lo que con otros era rutina,
contigo siempre era hogar.

Adoraba discutir
y que te fueras de casa
dando un portazo
que sonaba a amor.

Pero aquella noche la ciudad
se fundía con nosotros.

Tenías las manos heladas
y ya no podían calentarme
el corazón.

Latía despacio,
como cuando estás
en una habitación cerrada
con poco oxígeno
y lo administras.

Así, administrando la vida.

Y lo poco que quedaba de nosotros.

Una vez conocí a una chica
que me dijo que siempre te ibas.
Era tan guapa y estaba tan triste.
Te quise un poco más
por todo lo que no pudo quererte ella.

Pero de mí no vas a irte.

Nadie se va nunca del todo,
se queda aquí
mientras toda la ciudad se desmorona
como enormes capas de hielo
cayendo en medio del océano.

Recuerdo a la gente
hablando a mi alrededor
mientras nosotros corríamos
de nosotros mismos.

Y siempre nos pisábamos los tobillos.

En cualquiera de los ojos
que había aquel día en la calle,
habría encontrado una salvación,
alguien que me dijera
que ya había hecho suficiente.

Pero lo cierto
es que solo recuerdo los tuyos,
apretados y cerrados,
mientras las pupilas se movían
de lado a lado,
soñando con alguien
que siempre eras tú.

Tú mucho más valiente,
queriéndome como se quiere
a quien te quiere mucho.

Estoy intentando acordarme
del nombre de la chica.

Me sujeto la falda
mientras empieza a llover
y seguimos corriendo.
Noto como me golpean
trozos de hielo.
¿Seré yo el océano?

Y tú te derrites,
como cuando me desnudo
en la puerta de tu casa
y prometo no irme
hasta que hagamos tanto el amor
que deje de saber a guerra.

Artillería tan pesada
que después de tus besos,
me duelen los huesos
hasta oírlos crujir.

Es el chasquido que siempre me despierta,
en mitad de tu calle,
frente a un edificio demolido
que me hace llorar.

La chica se llamaba Clara,
estuvo esperándote veintiséis noches.
¿Dije ya que era muy guapa?
Pues lo era.

Era tan guapa que me dolía
que la hubieses dejado tan fea.

El día que te fuiste,
ella también se sintió océano.

Me lo contó en el tercer café.

Tu amor era dulce hasta cuando dolía;
era dulce mientras todo se desmoronaba
y quedaba reducido al simple prólogo
de una novela de autoayuda.

Con una foto de alguien
que sonríe en la contraportada.

Sonríe mientras nos cuenta
que sabe exactamente
por lo que estamos pasando.

Esto es de coña.

Espero que no hayas vuelto a ver a Clara,
y que siga fea,
y que no te busque
aunque yo ya tampoco lo haga.

Recuerdo aquella noche
mientras toda la ciudad nos aplastaba.

Me dolían las muñecas
de correr cogida de tu mano.

Llegamos a un puente,
yo volvía a sentir la sangre
correr por las articulaciones;
el corazón bajaba de la garganta
y volvía a su sitio.

Me senté y descolgué los pies,
y cuando miré hacia atrás,
toda la ciudad estaba intacta.

Tú no estabas,
¿cuánto hacía que no estabas?

Decía Clara
que cuando se trataba de ti,
el pasado lo tenía muy fácil.

Tan fácil, qué.

Qué todo.



2 comentarios:

  1. Fascinante historia en estructura de verso. Me ha gustado mucho porque consigues traspasar y tocar con esa melancolia y esa nostalgia derramada.
    Te felicito.

    Mil besitos, Amparo.

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    1. Muchísimas gracias Auroratris, me alegra que algo del poema se haya podido escapar hasta dar contigo, estoy segura que no habría mejor lugar para darle cobijo.

      Un abrazo inmenso.

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