sábado, 19 de septiembre de 2015

La mesita de tu entrada.

Se me han olvidado tantas veces 
las llaves de mi casa 
en la mesita de tu entrada, 
que a veces pienso que adoran quedarse allí.

Y me veo.

Los vaqueros en el suelo, 
el reflejo en el espejo, 
tú entre mis piernas 
y mis manos apretando las llaves contra la madera.

Paso las uñas por las marcas, 
hasta incrustarlas en ellas, 
con fuerza. 
Se me clavan algunas astillas.

Y es que todos los buenos recuerdos, 
los de verdad, 
de alguna forma duelen.

Me llevo los dedos a la boca 
y salgo de tu casa, 
sin despedirme, 
porque andas al teléfono con alguna de esas 
que pone sus orgasmos 
entre las marcas de mis llaves.

Pero no es una mesita con opción a compra.

Te alquilas con un cartel enorme donde pone: 
quítame una prenda 
por cada vez que no me soporte.

Y acabas desnudo mientras te odias.

Arañas, 
gruñes, 
aúllas.

Y te escucho desde mi casa 
mientras me saco una a una todas tus astillas.

El tejado está lleno de pájaros 
que no saben volar. 
Y que cantan para adormecerme las dudas, 
y es que si algún día tuviese algo claro, 
nunca serías tú.

Tú eres turbio, 
y no hay manera de abrir los ojos 
debajo del mar de tu espalda; 
pero como a veces me gusta jugar a los valientes, 
por si me diese por abrirlos, 
me los he vendado. 

Ando a oscuras, 
pasando las manos por todas las mesas 
que me llegan a la cintura, 
y solo empiezo a desnudarme 
cuando reconozco la marca de mis llaves.

¿Dónde estás ahora? 
Hace veinticuatro días 
que no suena el teléfono. 
Hace tiempo que no tocas suave a la puerta 
mientras me susurras por la rendija de las cartas 
que te perdone.

‘’Perdóname por jugar a perderte. 
Perdóname por estar a punto de ganar. 
Perdóname por no tener nunca suficiente.’’

Y aprieto la venda. 
Las pestañas se me clavan en las ojeras 
y me las agujerean, 
dejando escapar a los sueños, 
que visten de violeta.

Giro el pomo de la puerta 
y entran cientos de avispas. 
Las escucho revolotear; 
y es que aunque la primavera siempre se marcha, 
hay aguijones que no entienden de estaciones.

Me dejas toda la miel en los labios.

Y me acuerdo de mi madre 
desayunando en las mañanas de invierno: 
una taza de leche caliente 
con una cucharada de miel.

Y de ese modo, 
estás hasta en el recuerdo más remoto, 
cuando aun no te conocía.

Se me ha llenado la boca de veneno, 
y empiezo a escupir balas 
que van a parar a la mesa de tu entrada 
con la puntería de quien no tiene nada que perder.

Ni que ganar.

Las marcas de mis llaves siguen allí, 
con cientos de orgasmos gritados de otras bocas 
y unos cuantos agujeros de bala 
disparados solo de la mía.

1 comentario:

  1. Otro buen poema, como de costumbre. Los recuerdos dejan marcas en la mente, y a veces son las más difíciles de olvidar porque a diferencia de las físicas, que quedan como cicatriz y uno puede ignorar con el tiempo, las de la mente regresan cuando uno menos se lo espera. Empero, entre tantos recuerdos que traen nostalgia y dolor, hay unos cuantos buenos, pero como sentencia esta estrofa:

    "Y es que todos los buenos recuerdos,
    los de verdad,
    de alguna forma duelen."

    ¡Saludos!

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