Se me han olvidado tantas veces
las llaves de mi casa
en la
mesita de tu entrada,
que a veces pienso que adoran quedarse allí.
Y me veo.
Los vaqueros en el suelo,
el reflejo en el espejo,
tú entre
mis piernas
y mis manos apretando las llaves contra la madera.
Paso las uñas por las marcas,
hasta incrustarlas en ellas,
con fuerza.
Se me clavan algunas astillas.
Y es que todos los buenos recuerdos,
los de verdad,
de
alguna forma duelen.
Me llevo los dedos a la boca
y salgo de tu casa,
sin
despedirme,
porque andas al teléfono con alguna de esas
que pone sus orgasmos
entre las marcas de mis llaves.
Pero no es una mesita con opción a compra.
Te alquilas con un cartel enorme donde pone:
quítame una
prenda
por cada vez que no me soporte.
Y acabas desnudo mientras te odias.
Arañas,
gruñes,
aúllas.
Y te escucho desde mi casa
mientras me saco una a una todas
tus astillas.
El tejado está lleno de pájaros
que no saben volar.
Y que
cantan para adormecerme las dudas,
y es que si algún día tuviese algo claro,
nunca serías tú.
Tú eres turbio,
y no hay manera de abrir los ojos
debajo del
mar de tu espalda;
pero como a veces me gusta jugar a los valientes,
por si me
diese por abrirlos,
me los he vendado.
Ando a oscuras,
pasando las manos por
todas las mesas
que me llegan a la cintura,
y solo empiezo a desnudarme
cuando
reconozco la marca de mis llaves.
¿Dónde estás ahora?
Hace veinticuatro días
que no suena el
teléfono.
Hace tiempo que no tocas suave a la puerta
mientras me susurras por
la rendija de las cartas
que te perdone.
‘’Perdóname por jugar a perderte.
Perdóname por estar a
punto de ganar.
Perdóname por no tener nunca suficiente.’’
Y aprieto la venda.
Las pestañas se me clavan en las ojeras
y me las agujerean,
dejando escapar a los sueños,
que visten de violeta.
Giro el pomo de la puerta
y entran cientos de avispas.
Las
escucho revolotear;
y es que aunque la primavera siempre se marcha,
hay aguijones
que no entienden de estaciones.
Me dejas toda la miel en los labios.
Y me acuerdo de mi madre
desayunando en las mañanas de
invierno:
una taza de leche caliente
con una cucharada de miel.
Y de ese modo,
estás hasta en el recuerdo más remoto,
cuando
aun no te conocía.
Se me ha llenado la boca de veneno,
y empiezo a escupir
balas
que van a parar a la mesa de tu entrada
con la puntería de quien no tiene
nada que perder.
Ni que ganar.
Las marcas de mis llaves siguen allí,
con cientos de
orgasmos gritados de otras bocas
y unos cuantos agujeros de bala
disparados
solo de la mía.
Otro buen poema, como de costumbre. Los recuerdos dejan marcas en la mente, y a veces son las más difíciles de olvidar porque a diferencia de las físicas, que quedan como cicatriz y uno puede ignorar con el tiempo, las de la mente regresan cuando uno menos se lo espera. Empero, entre tantos recuerdos que traen nostalgia y dolor, hay unos cuantos buenos, pero como sentencia esta estrofa:
ResponderEliminar"Y es que todos los buenos recuerdos,
los de verdad,
de alguna forma duelen."
¡Saludos!